En una de sus iluminaciones Juan Ramón Jiménez definió la esencia de lo clásico con estas palabras: “Clásico significa actual, es decir, eterno”. En 1597 un hombre de cincuenta años mal contados dio con sus huesos en una de las mortecinas mazmorras de la Cárcel Real de Sevilla. Entre sombras y durezas, colmado de hastío, comenzó con unas palabras aparentemente vagas una crónica sobre la decadencia de las pasiones humanas. Escribió una fábula dedicada al atributo más humano que existe: el fracaso. Un mal universal porque todos hemos sentido alguna vez derrumbarse los sueños, el cansancio que agarrota la espalda y el sabor del desencanto. La verdadera epopeya quijotesca no es más que esto: la carga melancólica de un hombre que contempla cómo sus ideales se difuminan.
De vocación literaria temprana pero ejecución tardía, Cervantes intentó toda su vida desmarcarse del relato que el destino le había preparado. Fracasó, por supuesto. Primero intentó ser un héroe: marchó a Lepanto y volvió con una mano menos y cinco años de cautiverio en Argel en su haber. No se dedicó a escribir hasta cumplidos los cincuentena. Hasta entonces sólo había dado a la imprenta La Galatea. Era un escritor crepuscular. Su vida personal era un foco de desdichas: de un lado a otro, pasando penurias, con el fantasma de la pobreza a sus espaldas. Ni la publicación de la Primera Parte de El Quijote lo sacó del desamparo. No era hombre de provecho. Sólo un antiguo soldado sin oficio ni beneficio, empeñado en el sueño juvenil de ser poeta.
Este hombre, que aparece en los cuadros con un semblante más bien triste, conocía bien el alma humana. Vivía en la España post-imperial cuyos mejores hijos habían recibido sin misericordia todos los golpes de la vida. El sol comenzaba a ponerse en los estados españoles. La nación estaba en bancarrota, encerrada en defensa del dogma de la Contrarreforma. Nietzsche lo resumió muchos siglos después: España era un pueblo que había querido todo en exceso y, de repente, ya no quería nada. Estaba agotada. Ganivet le puso nombre a este espíritu de la debacle: la abulia española.
El Quijote es un hijo de este cansancio cósmico. La novela sintetiza maravillosamente todas las corrientes narrativas del Siglo de Oro español. Es pastoril, caballeresca, bizantina, morisca y picaresca. Y es otra cosa distinta a todo lo que hasta entonces se había escrito. Cervantes fundó la novela moderna. Nadie lo discute. Edward C.Riley dijo que si toda la filosofía sólo es una nota al pie de Platón, la prosa de ficción no pasa de ser una variante menor de la gran obra cervantina. ¿Por qué? Según Américo Castro por el contrapunto entre la fantasía y el idealismo del Quijote y el pragmatismo visceral de Sancho. La realidad y la ficción. Cervantes encarna en sus criaturas dos visiones de la vida complementarias que en cada uno de nosotros están entreveradas. Por un lado la España soñadora, utópica, la que descubrió América; por otro, la nación cruel, ramplona, simple y práctica. Una madrastra brutal.
Salvador de Madariaga inventó la teoría de la quijotización de Sancho y la sanchificación de don Quijote. Caminos paralelos, direcciones opuestas. A don Quijote lo mata saber que los sueños terminan o son imposibles. Igual da. A Sancho lo salva, mejorándolo, la certeza de que sin soñar no merece la pena vivir. El Quijote se leyó al principio, nada más salir, como un libro cómico. No es incierto, pero más bien es una obra llena de melancolía. Cervantes se sienta a escribir sobre una España que se reía de sus propias miserias para no llorar. Alonso Quijano, tras contemplar su vida inútil, en un arranque de lucidez –algunos dirán que de locura– encarna en su sueño de héroe imposible, descontextualizado. Su historia mueve a la risa, pero también inunda los ojos de lágrimas. El Quijote es una obra para leer en la madurez. Antes es imposible captar el perfume del fracaso que encierran sus páginas. Shakespeare escribió: estamos hechos de la materia de nuestros sueños. Es justo el caso de don Quijote: sólo existe cuando don Alonso Quijano sueña ser otro.
Maeztu lo expresó de esta manera:
“Yo fui ese loco don Quijote que creía en un mundo de caballeros, princesas, endriagos y gigantes. Quise moverme entre las cosas de la vida como si fueran mis imaginaciones y me encontré con sus realidades. Ríete, lector, de mis fantasías, como yo me río de mis desengaños y acuérdate en medio de tu risa que tú los soñaste conmigo, porque toda España ha sido don Quijote. Fuimos sonámbulos que recorríamos la tierra creyéndonos despiertos y estábamos dormidos. Andábamos sobre piedras que creíamos alfombras. Riámonos de los tropiezos y las descalabraduras. Y si aún nos duele la hostilidad del mundo lloremos y descarguemos el pecho melancólico”.
La novela de Cervantes es la metáfora del carácter español, capaz de tanta grandeza y de tanta miseria. Exagerado en su formulación, violento en su expresión. Siempre deslumbrante. Byron lo dejó escrito de forma más lacónica: “El Quijote es un gran libro que mató a un gran pueblo”.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[7 de Julio de 1991]
Deja una respuesta