“El pasado no ha muerto. Ni siquiera es pasado”. William Faulkner, sin duda alguna el mejor novelista del Estados Unidos más meridional, tierra secularmente pobre y soleada, de tradición cultural esclavista y agraria, uno de los últimos premios Nobel sobre los que no cabe discusión alguna –recibió el galardón hace ahora 75 años–, describe así la paradoja que es, para una sociedad, reconocerse en las ideas y las costumbres del pretérito al mismo tiempo que proclama un nuevo estatuto fundacional. Es exactamente lo que ha sucedido en Euskadi tras las últimas elecciones regionales –el País Vasco no es (todavía) una nación–, en las que una mayoría soberanista (la suma de PNV y Bildu) dominará la cámara de Vitoria. Como los hechos son sagrados, y las opiniones deben ser libres, conviene no hacerse trampas al solitario: la hegemonía (en cierta medida sangrienta) lograda por los defensores de las leyes viejas es otro síntoma más de la disolución de la España democrática e igualitaria en el fango de sus nacionalismos tribales. En términos estrictamente numéricos, que nada tienen que ver con los morales, muchísimos vascos –tengan quinientos apellidos euskaldunes o al menos un ciento de nombres de procedencia castellana– defienden con vehemencia su pertenencia a una comunidad imaginaria, en buena parte fabulada, pero que ha tomado forma en un cuerpo electoral mayoritario.
Los Aguafuertes en Crónica Global.