Las sociedades humanas tienen una tendencia innata a coronar a uno de sus miembros. Ocurre cíclicamente. Sin cesar. A veces no es una tendencia colectiva, sino una patología individual: uno de la tribu se entroniza a sí mismo como líder del grupo, o se designa cabecilla supremo para satisfacer los deseos del antropoide que llevamos dentro, ese otro yo que suele guiar nuestros actos, dicta nuestras emociones y describe nuestros comportamientos.
Casi todos hemos querido alguna vez ser líderes de algo. Los que menos, nos contentamos con ser jefes de nosotros mismos, que es una meta humilde. Otros, esos que jamás dudan de sus posibilidades, seguramente pensarán otra cosa. Que les aproveche. Uno se queda con sus dudas y el capricho minúsculo de poder liderar a su propio rebelde. Dejando de lado las cuestiones personales, la cuestión de fondo es que el liderazgo de grupos, corporaciones y demás tribus sociales –todos formamos parte de alguna– es un asunto muy estudiado por la antropología.
El liderazgo es una de las raíces del ser humano. Se trata además de un fenómeno que se produce en todas las sociedades sin distinción: tanto en los mundos primitivos como en los espacios de convivencia contemporáneos. Incluso en las sociedades de liderazgo compartido, existe algún tipo de mando. En ocasiones tiene la forma de un altar con escalones cortos. El ascenso a la cima exige incluso que se derrame sangre, una inconveniencia para las almas puras. Es un destino inevitable, escrito incluso en la biblia. Satán no es rey de los infiernos por su condescendencia, sino por su inhumanidad.
Marvin Harris, uno de los antropólogos más interesantes de los últimos tiempos, hace suya esta malévola visión del mando en uno de los excelentes opúsculos que últimamente anda publicando Alianza. Se titula Jefes, cabecillas y abusones. Es una recopilación de piezas de un volumen mayor –Nuestra especie– que merecería una lectura integral. Harris inicia el texto con una cita del Leviathan de Hobbes:
“Existe una inclinación general en todo el género humano, un perpetuo y desazonador deseo de poder por el poder que sólo cesa con la muerte”.
Un clásico es un buen pórtico. Aquí resulta un magnífico atrio, al tiempo que una declaración de intenciones. En el libro aparecen otras muchas citas menos nobles –pero no necesariamente peores– que forman parte de la sabiduría popular sobre los líderes, un asunto en el que las distintas especies identifican de manera similar: un sillón, un monte, un palacio o cualquier otro espacio que exprese el viejo concepto de dominio.
Harris trabaja en el campo del materialismo cultural. Juega con las analogías. Analiza sociedades perdidas, mundos exóticos donde, salvo por las plumas, palpitan exactamente los mismos comportamientos atávicos de las sociedades a las que –nosotros– consideramos avanzadas. No hay diferencias. En media hora y setenta páginas justas este antropólogo demuestra cómo los liderazgos desenfrenados y las máscaras de los jefecillos occidentales responden a la misma lógica que mueven a los reyezuelos de las tribus de cualquier comunidad indígena. Las únicas diferencias son de vestimenta.
De las americanas al taparrabos existe un gran salto, sobre todo industrial, pero ambas prendas tienen la misma función: esconder el cuerpo y vestir el cargo. El hábito contribuye al monje tanto como delegado es el poder social. Nace del reconocimiento, tácito o voluntario, de los demás. Crece gracias al espíritu bélico que tengan sus administradores. Y su culmina con el ritual que llamamos sucesión, entre cuyas múltiples variantes la traición es la que goza de mayores cualidades estéticas.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[3 noviembre 1995]
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