El nombre de Cesare Pavese (San Stefano, 1908; Turín, 1950) está escrito con letras mayúsculas en el libro de los suicidas insignes, que es el volumen que agrupa a esos cobardes que han tenido el suficiente valor de quitarse la vida y cruzar la laguna Estigia sin los visados oficiales, que sólo se conceden si la muerte es por causa natural, debida a un asesinato, por accidente o fruto del descuido a la hora de andar por las malas tierras, que uno nunca sabe –ni sabrá– cómo ni cuándo llegará el término de los días sucesivos.
Pavese tenía, dicen algunos textos que circulan por la Galaxia Gutenberg, esa indolencia que caracteriza a los genios desequilibrados que recurren para escribir el epílogo de su existencia al suicidio entendido como una de las bellas artes. El suicidio tiene cierto halo romántico, vetusto, conocido. Es una tragedia con cierta clase y, siempre, sin explicación, lo cual, visto en términos exclusivamente estéticos, sirve para adelantar algunos pasos hacia la cumbre de los letraheridos o, como mínimo, para saltar los peldaños más rápido que si uno se conserva entero y se limita únicamente a escribir. En ocasiones uno no sabe bien qué es más importante para pasar a la historia literaria: si escribir bien o quitarse la vida antes de tiempo. ¿Qué fue antes? ¿El escritor o el suicida?
La respuesta, en el caso de Pavese, está escondida en la prosa que nos dejó como única herencia espiritual. Es una prosa hierática que nos asombra por su extraordinaria sencillez y nos sumerge de pronto en un mundo donde se oscila entre lo apolíneo y los dionisiaco. Edhasa editó hace algún tiempo un texto del año 1949 escrito por nuestro turinés preferido: Il diavolo sulle colline. Es una obra breve, apenas 177 páginas, en las que se cuentan las andanzas de un grupo de jóvenes durante uno de esos veranos interminables que nuestra memoria confunde a menudo con la infancia. Candidez, placer y drama juntos en una edad muy difícil, marcada por el estío infinito, la ausencia de clases, la liberación de la rutina escolar y la falta absoluta de obligaciones. Veranos en los que el peso del tiempo se dilata y la vida se transforma en un sueño amuecado. Parece real, pero quizás no lo sea. Igual que las pesadillas infantiles.
El libro es excelente. “Una novela de entusiasmo juvenil, de pasión y de derrota”, nos anticipa la solapa, que nos la presenta como una de las mejores narraciones de la literatura italiana de posguerra, obsesionada con el existencialismo, esa literatura que mira la vida sabiendo, por propia experiencia, que no es más que un absoluto milagro cotidiano. Al contrario que otras obras de su misma estirpe, escritas en Francia, incluso en España, donde la posguerra fue diferente porque ganaron los malos, no está escrita como obra doctrinaria ni dolorida, una de esas novelas infumables donde los conceptos toman nombre de persona y se ponen a deambular por los capítulos sin rumbo fijo.
Pavese hace una novela sentimental. Una crónica de los últimos pálpitos de la adolescencia, cuando el niño que todos fuimos va endureciéndose, adaptándose a lo que le espera, construyendo la careta del adulto que después llegará a ser, generalmente a su pesar. Es un relato que hace de puente entre los miedos naturales que brotan a partir de la veintena y las primeras canas, que entonces ya se esconden en nuestro cabello, esperando el momento de aparecer libres a la vista, como la espuma del mar o como heraldos de la degradación imbatible que es la edad. El turinés recurre en su relato a voz de un narrador inseguro que levanta la mirada a su alrededor y lo único que se encuentra es el duro destino de intentar de sobrevivir al tiempo. La batalla está perdida de antemano, por supuesto, pero hay que soportarla.
Su antihéroe es un adolescente que siente lo que antes únicamente adivinaba: que el reloj no se va a detener y que el calendario es un asesino silencioso. Para él, un ser tímido, desarraigado, más bien pobre entre una pandilla de niños bien cuya existencia consiste en practicar la moral de sus padres –una moral basada en la ausencia de moral–, no se trata de un buen trance. Las dudas existenciales le convierten en un ser consciente dentro de un entorno que tiende, por genética y tradición, a la inconsciencia. “Nosotros, desarraigados y burgueses, nos pasábamos las noches en los bancos conversando, fornicábamos previo pago, bebíamos vino: él tenía otros medios, tenía drogas, libertad, mujeres con clase. La riqueza es poderío. Sin más”, escribe en un pasaje de su cuento, donde el argumento esencial es la certeza temprana de que la vida no va a ser benigna. Es un libro bello y melancólico sobre la etapa vital que comienza después del suicidio –inevitable– de nuestra propia adolescencia.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[7 julio 1995]
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