La paternidad todavía está en discusión, como ocurre –con frecuencia– en tantísimas familias con abundante prole, pero los innumerables vástagos del surrealismo, con seguridad la corriente más influyente de las efímeras vanguardias de principios del pasado siglo, se han multiplicado y, respondiendo a la secular profecía del libro bíblico del Génesis, han acabado colonizando la Tierra y también su único satélite: la luna. Dentro de veinte días se cumplirán exactamente cien años del Primer Manifiesto del Surrealismo, publicado (sin encomendarse a nadie) por André Breton, asesino profesional de todas las convenciones y de quien el mexicano Octavio Paz, que lo conoció en París a mediados de los años cuarenta, decía que era como Jano, el dios romano que abre y cierra todas las puertas, señor de los comienzos y patriarca de los finales. Representado por una figura (de perfil) con dos caras, Breton podía ser una persona encantadora y un ayatolá negro, decidido a castigar cualquier revisionismo. No existen las iglesias sin dogmas. Y Breton fundó, adelantándose a otros coetáneos suyos, una nueva religión: el catecismo que, de forma voluntaria, aparta la creación de la razón y la entrega a los caprichos (muchos de ellos soberbios) del subconsciente.
Las Disidencias en The Objective.