La crónica literaria, que es el artefacto que aspira a interpretar lo que sucede en la república de las letras, parece encaminarse por la veta de las necrológicas, las palabras de despedida y los artículos –por lo general lacrimosos– en los que se alaba la humanidad y los méritos del escritor que nos abandona después de una existencia consagrada al arte y a sus distintas suertes. La muerte es la que guía la pluma de los que nos dedicamos a manchar hojas volanderas. Una veces la causa es el destino; otras, algún accidente. Las menos, esos episodios en los que un demente –que quizás esté cuerdo– hace algo tan literario como volarse los sesos.
En el caso de los últimos finados, el origen de las reseñas es la muerte natural, el final de un ciclo literario que queda huérfano y, por supuesto, nuestra perpetua necesidad de llenar páginas en los periódicos. Distraídos estábamos en estas cuestiones cuando se nos ha muerto Onetti. No hace mucho sacó su último libro: una recopilación de Cuentos completos, editada por Alfaguara, en la que se reúnen las narraciones breves que a lo largo de su vida –ancha y ajena, como diría Ciro Alegría– había dejado en folios perdidos, y afortunadamente recobrados con posterioridad, en revistas y suplementos transoceánicos. Hice un artículo al respecto. Hubo quien me dijo: ¿Por qué diablos escribes de escritores que no conoce nadie? Es cierto: podía haber dedicado los adjetivos de mi macintosh, que es quien los fabrica, a Antonio Gala, Fuentes, Vargas Llosa o García Márquez, incluso a Vizcaíno Casas, que era un señor de orden y con bigote, pero uno siempre ha tenido querencia por nadar en contra la contracorriente.
Elegí a Onetti, a quien sólo con el transcurrir del tiempo se le han ido reconociendo unos méritos que fueron previos, y mayores, a la famosa generación del boom hispanoamericano. Él no tuvo Nobel ni gozó de fortuna. Pero es quien de verdad va a resistir al tiempo. Con Onetti no hay término medio: o se le amaba o te suicidabas. O ambas cosas. Conociéndole no se podía presumir de porvenir ante las chicas distantes de las facultades de Letras, a las que de verdad les importa la carne más que la tinta. Tampoco podías empatar con los demás parafraseando –a tu manera– aquel célebre día en el que el coronel Aureliano Buendía te llevó a conocer el hielo. Onetti era depresivo, hurón y aplastante. Le decían el Faulkner sudamericano.
Algo había de verdad: construyó un mundo –Santa María– cuyos personajes, Larsen, Brausen, el doctor Díaz Grey– eran más reales que nosotros. En sus textos se transmitía la pesadez y la lentitud de un territorio detenido en plena decrepitud, un mundo que, como dijo Lorca, no era ni bueno, ni sabio, ni santo, sino una sucesión constante de contrariedades, días, cosas, absurdo y tonelajes. La última entrevista que concedió le costó sangre, sudor y lágrimas al periodista. No hay nada más difícil que entrevistar a un compañero de oficio. Le preguntó por todo; él respondía lo que le daba la gana, consciente de que eso no importa mucho a la hora de construir una entrevista, que es una impostura en la que el personaje tan sólo es un pretexto para otra cosa y el entrevistador un hacedor invisible.
Onetti no ponía las cosas fáciles. Llevaba años recluido en su cama, en el piso madrileño que compartía con Dolly, tras dar un inmenso corte de mangas a las normas de la existencia convencional, esa que consiste en amasar dinero, ir a todos sitios corriendo y morir antes de disfrutar la vida. Onetti no corría porque correr es de cobardes. Tampoco ganaba dinero, salvo que le concedieran algún premio. Sólo bebía whisky y leía, sin cesar, novelas policiacas. Había llegado a un grado de destilación sublime: parecía un personaje de sus propias novelas más que el padre de aquellas criaturas.
Dicen que si uno no sufre de verdad, si no vive de forma auténtica, es imposible escribir con sinceridad. Onetti lo hizo, pese a su aparente displicencia. En aquella última entrevista se le veía con la brillantez gastada de quien conoce a fondo la decadencia, ese instante leve en el que se intuye que todo da igual. Estaba despeinado, sin camiseta y en su boca resistía un diente al que castigaba fumando sin parar. El último diente, colgado como una esperanza, de una boca que ya no quería hablar. Un colmillo amarillo y roñoso, el resto respetado de los mordiscos corajudos de la vida. El arquitecto de Santa María, ese universo de agujas rotas y costillas que se clavan en el cuerpo, había perdido todos los incisivos, la parte más dura del esqueleto. Debió dolerle mucho la vida. A cambio de todo este dolor nos legó su literatura enfermiza, patológica. Leímos sus novelas hace mucho tiempo, de madrugada, solos, hundidos en un sofá con una luz tenebrosa. Y eso no se olvida.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía.
[26 mayo 1995]
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