[Variaciones de un paseante sobre un viejo motivo estoico]
“Todo lo que nos enseñaron es falso. La prueba la encontramos todos los días en todos los dominios: en el campo de batalla, en el laboratorio, en la fábrica, en los periódicos, en la escuela, en las iglesias. Vivimos enteramente en el pasado, nutridos de pensamientos muertos, de credos muertos, de ciencias muertas. Es el pasado, no el futuro, lo que nos devora”.
Henry Miller. El tiempo de los asesinos.
Te lo has dicho a ti mismo demasiadas veces, casi sin llegar a comprenderlo del todo: el futuro es lo único que te pertenece aunque no haya futuro, no vayas a encontrarlo nunca y ni siquiera lo adivines. El año acabará dentro de pocos días. El terrible heraldo de las alas muertas, al que esperabas desde hace tanto tiempo, no ha consumido el tiempo que tenía establecido y aún tiene la generosa osadía de brindarte más regueros de sangre; sucesivos, como diapositivas blancas proyectadas sobre una profunda oscuridad: niños muertos a balazos en un instituto norteamericano, un emperador negro llorando por televisión, un político despreciando a quienes representa o extorsionando a los que le pagan con una sonrisa cínica; infinidad de luces de colores concebidas para confundir a los habitantes de la aldea inmediata. Un tren de juguete que tapona una calle llena de funerarias. El habitual ramillete de malas noticias.
Haces un recuento apresurado. Te asombras: otro amigo al que despiden del trabajo (la misma sangría perpetua); la muerte inesperada de un familiar, un cáncer hipotético que de repente se hace carne; un divorcio lleno de rencor, una extraña epidemia de viento que, según los últimos partes meteorológicos, va a condicionar todo el fin de semana. La vida. No ves casi nada de todo esto en los periódicos, los queridos dinosaurios de papel. Sólo muestran la parte más civilizada de la trama. No explican los porqués. No hablan de otras violencias diarias más reales. Constatan lo obvio o se entretienen en sus trascendencias. Por ejemplo: quién será el candidato del PSOE a la Moncloa, los fogonazos con los que la propaganda distrae al personal, los primeros pregones de la temporada (laus deo) y algunas evocaciones sobre la Sevilla pretérita que permiten constatar que esta ciudad parece incapaz de avanzar hacia adelante salvo para hundirse, un poco más, en su particular hueco en la historia. El mismo agujero negro de siempre.
Los últimos días han estado poblados por suicidas repentinos, asesinos de si mismos que temen menos a la muerte que al hecho de quedarse sin un techo. Quizás su pavor consista en el robo de un tiempo que ya no les pertenecerá nunca. Negro epílogo del 2012. La fatalidad se ha convertido para demasiada gente en la única rutina cierta. Paseas: ves amargura en todos lados, tristeza suspendida en demasiados sitios. Hay hojas muertas por el suelo, charcos, calles reventadas por el peso de los coches, plazas en las que sentarse a descansar resulta una quimera imposible. Pasa por tu camino un coro de jóvenes. Estudiantes extranjeros que leen en grupo el Enrique V. Shakespeare. Te regalan una frase:
“Roban lo que sea y a eso le llaman comercio”.
Descubren otra aún mejor. Asombrosa.
“La traición y el crimen siempre han marchado en compañía, como dos diablos uncidos al mismo yugo por un mismo designio”.
Los clásicos nunca defraudan: explican lo que sucede a tu alrededor mejor que tus propios sentidos. Aunque no los entiendas del todo, no necesitas más para comprender que todo lo que ha ocurrido, y todo lo que ocurrirá, ya le sucedió mucho antes a los muertos con los que hablas gracias a los libros. La llovizna convierte el cielo de Sevilla en una réplica del paisaje británico. La gente maldice a la lluvia pero continúa vagando por las calles. Se entretiene como puede. Son tiempos mezquinos en los que ya no se distingue, o no se quiere diferenciar, entre lo correcto y lo incorrecto.
Henry Miller escribió un ensayo dedicado a la poesía de Rimbaud en el que cuenta que durante su segunda vida, la que desperdició en África, el joven poeta francés, tan rebelde, pasó todo el tiempo tratando de matar con ahínco sus sueños de juventud. Fue un homicida de sí mismo. Su deceso espiritual sólo podía terminar con una muerte física cruel, tras la famosa amputación de una pierna, en un húmedo hospital de provincias. No me parece mala imagen para la coyuntura anímica de Sevilla.
Sin ánimo de mirar hacia ningún otro lado más allá que no sea su propio ombligo, la ciudad fluvial tirita durante este largo invierno triste mientras los dromedarios a los que el alcalde ha dado permiso facultativo para pastar en la Alameda te miran con sus ojos perdidos en el vacío. Emiten un ruido similar al llanto. Extraña manera de distraer a los niños: mostrarles, encerrados en unos pocos metros cuadrados, casi en una celda de madera, a animales cuyo superlativo tamaño, igual que le pasa a los sueños de la juventud, les ha convertido en seres deformes. Es la muerte de los sueños la que te mata, aunque sigas vivo, dijo otro clásico. Entro en una librería para buscar la cita. Me topo con un libro de Séneca. De beneficiis. Lo abro al azar y en una página aparece un concepto que parece explicarlo todo: la ciudad cautiva. ¿Es Sevilla una ciudad cautiva? ¿Su cárcel no es acaso ella misma? El sabio latino define a estas urbes como el lugar donde los ciudadanos han perdido su libertad y la justicia brilla por su ausencia. Una ciudad ignorante.
“En ella sólo cuentan la fuerza y el botín, exponentes fidedignos de la avidez de nuestro linaje”.
Una ciudad donde al pasear a la vieja manera estoica, sin rumbo, todavía pueden contemplarse los mismos vicios de todos los tiempos, que son los que marcan la historia. Reinventados. El flaneur decide refugiarse en casa. Mañana será otro día. Ya veremos qué nos trae, si quietud o desconsuelo.
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