Uno nace, crece y, a partir de determinada edad, se sienta a contemplar el desfile de aquellos que le preceden, acaso cobijado entre las sombras para no llamar demasiado la atención, hasta que un día –como otro cualquiera– le toca el turno de sumarse a la fila y el prodigioso espectáculo se detiene. ¿Para siempre? Es muy probable, aunque nadie lo sabe todavía a ciencia cierta. Igual que el célebre verso de Kipling –“Si alguien pregunta por qué morimos / decidles que fue porque nuestros padres mintieron”– la existencia de cada hombre consiste, in nuce, en el absurdo acto de nacer para la muerte. Ya lo explicó Leonard Cohen: “En arte no existen más que tres temas: Dios, el sexo y la muerte”. Todos son el mismo. “En la cuestión que para mí es más importante, la de la muerte, no he encontrado más que oponentes entre todos los pensadores. Esto puede explicar por qué mis reflexiones sobre ella aparecen aquí con la fuerza de una fe y jamás se expresan sin celo ni vehemencia”, escribió Elias Canetti en el preludio de La provincia del hombre, una de sus sabrosas colecciones de anotaciones, aforismos y reflexiones, que regresa de nuevo a las librerías (su primera versión en español se publicó en el lejano 1982) dentro de la colección Clásicos Radicales de Taurus, con un prólogo, as usual, del editor Ignacio Echevarría, capaz de manejar todos los secretos de la obra del escritor búlgaro, de origen sefardí, sin saber alemán, que es la lengua que el Premio Nobel eligió para escribir todos sus libros.
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