¿Por qué ha desaparecido de nuestras vidas el placer de la lentitud? Milán Kundera, novelista checo afincado desde hace años en París, se la hace en su última obra, La Lentitud (Tusquets), un libro que se bifurca, como el jardín borgiano de los senderos, en dos historias paralelas que, al final del volumen, mitad ensayo, mitad tratado de filosofía tenue, acaban confluyendo en un único río y dejando la lector con la incógnita de si lo que ha leído es una novela o un engaño, suponiendo que ambas cosas no sean exactamente lo mismo.
La obra de Kundera es un ejemplo canónico de lo que podríamos denominar como narración disgresiva. Esto es: una forma de escribir novelas que utiliza a los personajes y las tramas como telarañas para atrapar un juego conceptual, una literatura de ideas. En este caso, a partir de la dicotomía entre la rapidez y la lentitud, términos antagónicos sobre los que la prosa expositiva de Kundera sustenta un análisis sociológico, a ratos incluso metafísico, al respecto del hombre del siglo XX, un ser obsesionado con la velocidad, el ritmo destructor de la vida, el asesino del mayor tesoro humano, que es la memoria.
Las tramas, en Kundera, sirven como pretexto para exponer ideas. En este libro dos seres viven de forma distinta experiencias semejantes: uno, protagonista de un cuento francés ambientado en el siglo XVIII escrito por Vivant Denon; el otro, el propio narrador, que viaja con su mujer y se aloja en un castillo transformado en un hotel que durante su estancia acoge un congreso de entomólogos. La tesis del libro es simple: la fuente del miedo es el porvenir. Quien se libera del pánico ante el futuro personal no tiene nada que temer. Se trata de una filosofía que procede de las ideas de Epicuro, encarnadas por Kundera en la figura metafórica de un motorista que realiza un adelantamiento en una autopista. En el instante mismo del adelantamiento, el motorista deja de tener porvenir y, por tanto, miedo. En ese momento preciso el tiempo subjetivo, nuestro tempo interior, se detiene –el motorista sólo es presente– y el pasado queda lejos, igual que la memoria, núcleo del relato diochesco, cuya referencia sirve de contraste, igual que ocurría en los célebres cuentos de Borges, esos insuperables relatos gélidamente bellos.
El final de la novela falla a pesar de este planteamiento original. No consigue reunir en una pieza unitaria la suma de los excepcionales fragmentos con la que trabaja el novelista. Algunos de ellos, como el que esboza la curiosa teoría e que todo político es un bailarín, están llenos de ironía y sarcasmo. Nos hablan de un mundo donde “un niño que muere vale más que un adulto que muere” y en el que la rapidez con la que contamos las cosas, o las prisas con las que nos enfrentamos a la vida, acaban convirtiéndonos a todos en motoristas sin rumbo. Frente a esta condena de los tiempos modernos, Kundera defiende la lentitud como metodología para alcanzar la felicidad.
“¿Dónde están los paseantes de antaño? ¿Dónde están esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que van de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido por los caminos rurales? Un proverbio checo define la ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren porque son felices. En nuestro mundo a la ociosidad se le llama desocupación, lo que es incorrecto: el desocupado está frustrado, se aburre y busca constantemente el movimiento que le falta, cosa que no le sucede al ocioso”.
La felicidad, según Kundera, reside en los surcos de la lentitud, en no esperar nada de nadie y en el íntimo regocijo de saber vivir no sólo el momento actual, sino los momentos sublimes de un pasado que, siempre que se recuerda, vuelve a ser presente.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[21 abril 1995]
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