“Aquel que, entre los veinte y los treinta años, no se suma al fanatismo, a la cólera y a la demencia es un imbécil. Sólo se es liberal por cansancio y demócrata, por sensatez. La desgracia conviene a los jóvenes. Son ellos quienes promueven las doctrinas de la intolerancia y las ponen en práctica; son ellos quienes necesitan la sangre, los gritos, el tumulto y la barbarie (…) El joven nunca se adapta a una filosofía moderada: es fanático, confía en lo insensato y lo espera todo”. Estas palabras pueden servir para explicar tanto los delirios febriles de la juventud –ya sea en materia sentimental o política, dos ámbitos cuya distinción parece haberse esfumado– como la fiera inconsciencia con la que, en determinadas edades, nos conducimos (casi) todos los seres humanos. Expresan una crítica rotunda y categórica hacia las generaciones más jóvenes –aquellas que deberán asesinarnos– y, sin embargo, en realidad dan forma al autorretrato de un fantasma. El rostro que nos descubren es el de Emil Cioran (1911-1995), el último filósofo del pesimismo existencial, un maestro en el arte de hablar de uno mismo mediante el procedimiento de referirse a los otros.
Las Disidencias en Letra Global.
