[De cómo empezó todo esto]
La literatura es un bebedizo extraño. Un licor. En mi caso fue un jarabe de la infancia. La culpa de las lecturas hasta el amanecer, o hasta el anochecer siguiente, la causa de la orgía perpetua de los libros, el pecado mortal de la lectura que cometo todos los días, la tuvo un padre sabio que sin inculcar demasiado –no era su carácter– iba por los pasillos con un libro en la mano. El padre, aquel padre, caminaba por la casa –hipotecada; igual que la vida de casi todos– sin portar bastón alguno, que falta no le hacía, y con el único asidero de un viejo libro de ensayos. Subrayado con hasta cinco colores distintos. Uno encima del otro. Hasta anular el resalte cromático que debía contribuir a dar sentido a las frases preferidas. Antes o después todos necesitamos un sitio donde apoyarnos para sostener el alma, que se derrumba. Mi padre usaba un libro. De filosofía, de poemas o una novela de esas que son como las drogas: las que permiten la evasión sin moverse del sitio, gracias a la recreación de nuestros males. Pura catársis clásica.
Los inicios fueron fruto de la imitación. Consecuencia, como tantas otras veces ha ocurrido en la historia, de una ceremonia confesa de plagio. El ejemplo empieza siendo familiar y, con el tiempo, te lleva a ingresar en una secta –la única que realmente conozco, el único grupo en el que uno podría casar medianamente bien– que es la de los lectores espasmódicos. Aquellos que cogen un libro como un acto reflejo. Los libros, aquel padre y una decidida voluntad de expresión que intuyo que pudo deberse a que a uno, en realidad, nunca se le dieron bien otras muchas cosas –ni el fútbol, ni el ajedrez, ni los números– fueron el germen de este mal. Una enfermedad sangrante y extraña que te lleva a signar sueños y desquites en los folios vacíos.
Durante los estíos hacíamos dictados. Todos. Uno y los hermanos. Percibía entonces lo fatigoso que resultaba la escritura a partir de la copia ajena y el verbo prestado. La literatura es siempre expresión, pero debe ser nuestra expresión. Al copiar lo que otros habían escrito en una revista de medicina y humanidades –que todavía se llama Jano– caía en la cuenta de lo necesario que es escribir de forma autónoma, sin caretas, de verdad. La literatura es un ejercicio de sinceridad. Aunque se mienta. Lo trascendente es que conserve su carácter individual, porque la escritura sirve para los demás en correspondencia con lo mucho que también ayuda para quien la escribe. Siempre lo he pensado: hablando de uno hablamos de todos.
Uno, en su infancia, y después durante la adolescencia, ese periodo de agonías sostenidas y perdurables, no sabía qué era eso de tener un estilo. Tampoco sabía definir la voluntad de estilo o la calidad de página. Uno solamente escribía. Encontraba en el alfabeto el más perfecto sistema filosófico que pudiera imaginarse: unas pocas letras y un universo de múltiples combinaciones, como una ecuación con respuestas variables. Escribir era un juego y también una liberación. Terapia íntima. Una cura contra el silencio –la escritura era otro silencio, pero un silencio sonoro, variable, perfectamente articulable– que parecía impuesto y que no era sino la simple y meridiana bisoñez, esa timidez silvestre que con los años uno ha ido modulando hasta camuflar detrás de una coraza de cordialidad. Una coraza, por otro lado, aparente. El león no se ha ido de dentro. Afortunadamente.
Los mensajes verbales estructuran la mente. Pensamos como hablamos. Y escribir no es más que hacer juegos de manos con nuestro idioma. Los libros liberaron la mente del adolescente que fui de unas ataduras geográficas y temporales concretas que parecían perpetuas. No es que permitieran la huida, sino que eran el escape mismo, ayudando a cualquiera, sin diferencias de credo o religión, a soltar todo y marcharse. Invitando a perderse por los senderos de lo posible, imaginando no tanto mundos maravillosos –todas las maravillas y las tragedias están ya en éste– sino visiones distintas de lo que nos hiere o nos engrandece. Con tal certeza he ido creciendo, envejeciendo y contemplando la inmensa estafa que es el mundo.
La literatura no me ha salvado del pesimismo ni del desengaño. Ni siquiera los han suavizado o dulcificado, sino que terminó confirmándolos, convirtiéndolos en sentimientos habituales. Hay libros que hablan del goce de la existencia, autores clásicos –desde el Arcipreste de Hita a Jorge Amado– que cuentan cómo se mueven los músculos de la felicidad y cuáles son los mejores ejercicios para robustecerlos. Uno siempre ha preferido los libros opuestos: los amargos. Incluso cuando ha caído en mis manos algunos de estos tratados gozosos sobre los placeres carnales y espirituales he creído ver en todos sus consejos y recetas una cierta dosis de ironía. Uno no adora la literatura porque haya disfrutado con ella, sino porque ha padecido la vida de una forma distinta gracias a ella. Entiende mucho mejor las derrotas que conlleva. El devenir del hombre siempre ha sido el mismo: a la exaltación le sigue el derrumbe, un despeñarse lento y cinematográfico por el abismo de la vida. Después, en ocasiones, llega la poesía.
De los primeros recuerdos que uno es capaz de rememorar están unos poemas de Machado que de niño, casi sin conciencia, oía en una radio diminuta. Aquel disco histórico de Serrat contenía ya dos de las constantes que han fundamentado mi vida: la música y la literatura. Buceando en el interior de la mente encuentro recuerdos borrosos sobre los versos que cantaba Serrat, al que, no sé muy bien el motivo, imaginaba siempre con barba; supongo que por una generalización absurda pero que se me antojaba absolutamente cierta en aquellos años del tardofranquismo, preámbulo de la Santa Transición que nos ha llevado al abismo. El disco, de vinilo, comenzaba de forma briosa con Cantares, cobraba fuerza después, se regodeaba, divagaba entre la crítica y la ironía y, como preámbulo de la condena última que a todos nos aguarda al final del sendero, terminaba con la sombra de la muerte en Colliure, el pueblo donde murió el poeta tras un exilio horario. El disco se cerraba con un falso consuelo:
“El marinero se fue/por esos mares de Dios”.
El viaje. Parecía la metáfora existencial perfecta. Muchos años después descubrí que todo esto ya lo había dicho antes Homero. Desde entonces, uno no ha olvidado ni los versos ni la felicidad vital que acompaña a cualquier desplazamiento. Aunque sea a la esquina. La literatura es una excursión a nuestras entrañas, al igual que el viaje de Ulises es la metáfora mayor de una vida que, en el fondo, sólo se comprende empezando por el principio. Plagiando.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[13 de Marzo de 1998]
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