La universidad se ha convertido en un escaparate cultural. Sobre todo, en otoño. Ya no le bastan los meses del estío, en los que se concentraban casi todos los ciclos, conferencias, simposios, charlas y demás artefactos retóricos con los que la academia pretendía enseñarnos que nunca es tarde si las tasas de las matrículas son suficientemente buenas. Los cursos, los seminarios de verano, antes solían ser lo que sus organizadores llamaban foros de encuentro entre profesores, especialistas, eminencias culturales y alumnos.
Nadie sabía de su existencia salvo los participantes y ese grupo de amiguetes, distinto en cada facultad, que viven todo lo que pueden de la comunidad universitaria. Eran espacios para entendidos que permitían al gentil matriculado, siempre después de pagar lo tabulado, por supuesto, y a cambio de un diploma que no siempre valía su precio, conocer en carne y hueso a los individuos cuyas teorías se pasaba memorizando los cinco años de carrera o, en algunos casos, casi toda la vida.
Los cursos eran un bonito complemento de las universidades, que pretendían demostrar que el saber tenía cara y rostro, aunque no siempre fuera hermoso. Las cosas han ido cambiando. Lo que era una sana costumbre educativa –organizar aulas abiertas– se ha convertido en un pesebre recurrente para el mundillo cultural, en el que uno ya no es nadie si por lo menos no ha sido alguna vez tentado –o comprado, en ocasiones– para participar en estos simposios que sólo sirven para mayor gloria del rector de turno, los políticos jubilados o los jubilados mentales que en el fondo sueñan con ser políticos, próceres de las míticas repúblicas del hondo saber decimonónico.
Algunos especialistas, conocedores de las bondades del mercado intelectual, han empezado a vender su sapiencia de la misma forma que las mujeres del barrio rojo de Amsterdam, al mejor postor. A nadie parece importarle demasiado. A fin de cuentas, en las sociedades desarrolladas las ansias seudointelectuales de la tribu hay que cubrirlas, aunque sea sin recurrir a la cultura con mayúsculas, sino al entretenimiento (con minúscula). Y esto exige, más que buenos contenidos, discusiones o debates, muchos personajes populares, rostros fotogénicos y caras conocidas, vendibles, demandadas, con total independencia de sus méritos. ¿Para qué diablos van a contar los méritos?
Los programas estivales de las universidades son un batiburrillo de cursos de marketing, charlas sobre los desajustes del mercado laboral, ponencias centradas en la discriminación positiva en favor de la mujer y, sobre todo, reflexiones sobre tecnología, generalmente audiovisual, amén de incursiones doctrinales sobre el impacto de la televisión en nuestras vidas. Asuntos todos ellos, por supuesto, pegados a las verdaderas necesidades del hombre de nuestro siglo, ya en su recta final. Cuando en los años ochenta se imaginaba al hombre del año 2000 se pensaba en un hombre vestido con leotardos que dispondría de una capacidad intelectual desbordante. Los adelantos técnicos estarían al servicio de su propia personalidad. Todas las cábalas han resultado falsas.
El hombre de nuestros días está parado, fracasado, obsesionado todo el tiempo con ganar algún dinero y, sobre todo, idiotizado por el peso de lo políticamente correcto y lo económicamente ortodoxo, que en el fondo viene a ser lo mismo. Lo peor es que cree que tiene la suficiente sabiduría como para despreciar todo lo que antes significaba la universidad. Muchos titulados salen de sus aulas con graves carencias académicas, pero los rectores están felices porque organizan cursos como si los académicos fueran estrellas de rock, modelos o participantes de la subasta del talento. Se han olvidado de aquello, tan sencillo, que era que los catedráticos conocieran a sus alumnos por su nombre.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[12 de septiembre de 1994]
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