En esta vida (casi) todo se compra y se vende, incluida la muerte (ajena). En la espiral, a menudo interesada, de la memoria histórica, que algunos rebautizaron en su momento como democrática en un indudable alarde de soberbia –porque la realidad de los hechos no cambia de signo porque una supuesta mayoría pretenda impugnarla en función de sus deseos políticos–, existe un capítulo que extrañamente, o quizás no tanto, ha quedado relegado a un papel secundario y lateral, casi se diría que tenebrosamente decorativo. Se trata de la gran hambruna que sucedió a la Guerra Civil, cuyos muertos –más de 200.000 personas, si se cuentan los fallecidos por inanición y los enfermos por malnutrición– no fueron fusilados junto a las tapias de los cementerios ni reposan en cunetas y fosas colectivas. Son los muertos más silenciosos. Las víctimas de los horrendos años del hambre, que marcaron la infancia y la existencia de varias generaciones de españoles y cuya huella todavía persiste –aunque descontextualizada– en ciertos hábitos y costumbres familiares.
Las Disidencias en The Objective.
