Es una constante en la Historia de España: cuando el Estado muestra síntomas de debilidad ante sus enemigos, los nacionalismos (externos e internos) aprovechan para disfrazarse de víctimas, agitar los agravios –en buena medida, imaginarios– y establecer una dicotomía (inmoral, pero que simula ser todo lo contrario) entre la pérfida metrópoli (la nación española, en unos casos; Madrid, en otros) sus antiquísimas colonias o los territorios que aspiran a la independencia. Cabría preguntarse qué ha hecho mal España para, más de un siglo después de perder sus posesiones de ultramar (Cuba y Filipinas), y tras cuarenta años de la reinstauración de la monarquía parlamentaria, tenga que padecer el desprecio de repúblicas (reales o imaginarias) cuyo único fundamento es la negación tribal de su origen mestizo. El último episodio –de ayer mismo– es el desaire de la nueva presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, al no invitar a Felipe VI a su inminente toma de posesión. El Rey, en su condición del jefe del Estado, tiene encomendadas las altas labores de representación de España, especialmente –prescribe la Constitución– “con las naciones de su comunidad histórica”. Esto es: las repúblicas que fueron parte de la Hispanidad, con las que compartimos la lengua, la historia, una cultura común y, obviamente, relaciones de índole comercial.
Los Aguafuertes en Crónica Global.