Se recuerda estos días al poeta Martí (José), el lírico cubano en el que unos han visto durante quizás demasiado tiempo tan sólo a una figura política y, por tanto, utilizable en el juego de devaneos en el que se ha convertido el arte de lo posible, que no es sino la lucha por el poder. Nadie se acuerda demasiado de su inmenso perfil como escritor. Un perfil que, como escribió Cernuda, sólo está apoyado en el aire. El motivo de estas conmemoraciones institucionales es el correspondiente aniversario de su muerte: tremendista, triste, descorazonadora para casi todo un continente. En realidad, carece de sentido recordarla: como todos los decesos, no tiene remedio. Cuestión diferente es convertirla en una oportunidad para reivindicar su literatura, desgraciadamente casi secreta.
A Martí, hoy día, sólo lo leen los castristas, los cubanos (que estudian lo que decide su Gobierno) y los exégetas de Fidel (Castro), cuyo régimen ha hecho de la figura del padre de la patria cubana objeto de la habitual propaganda en la que incurren todos los poderes en ejercicio, con independencia de cuál sea su forma o sesgo ideológico. Todo sea para domesticar al pueblo. Para muchos, el poeta cubano tiene algo de reliquia de tiempos heroicos, o es un pretexto para buscar palabras con connotaciones fácticas, que tan bien quedan en los discursos. Martí fue, al menos en términos literarios, bastante más que en el campo político: un poeta sincero, ejemplo prematuro de la poesía basada en su aparente contrario, el prosaísmo, que es el tono subterráneo y esencial de la lírica contemporánea. Esta herencia resulta más perdurable que la que se asocia a la simbología política.
A Martí lo conocí, en esa presentación sin padrinos que consiste en leer un libro suyo, por obligación, estudiando literatura. Gracias a una ajada edición de Cátedra con tres obras breves: Ismaelillo, Versos libres y Versos sencillos. En su portada figuraba una flor tropical, un volcán y el mar Caribe. Había unos versos a modo de obertura:
“Donde en silencio/solemne nacen/flores eternas/y colosales”.
En su interior descubrí a un poeta simbolista con una extraordinaria capacidad para comunicarse mediante el verso, que es esa línea que siempre vuelve sobre sí misma, sin descanso, como las olas del mar. Si Neruda es una epifanía lírica y Lorca el asombro del surrealismo reformulado a partir de la raíz secreta de Andalucía, Martí es el verso quieto, sin mentiras, ardor sereno.
La patria de un escritor siempre es su propio idioma. Martí tenía a Cuba en un pedestal y al castellano en otro. Su gesta fue domesticar el lenguaje de todos los días y mandar al exilio el impostado verso de la tradición literaria previa, llena de rimas forzadas, sustituyéndolo por el habla (poética) cotidiana. El suyo era un Parnaso de andar por casa: poemas pulidos, cuidados, tallados, llenos de emoción. Él mismo lo confesó así:
“La poesía ha de tener la raíz en la tierra y base en el hecho real”. Siendo la cita de un inmenso poeta parece la de un vulgar periodista realista. Es exacto: Martí también fue gacetillero, acaso para defender con la pluma lo que la espada no permitía.
Al igual que en la célebre canción de Silvio Rodríguez, no estuvo “en los grandes mercados de la palabra/ pero dijo lo suyo a tiempo/ y sonriente”, con métrica libre y metáforas salidas del corazón.
“Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados (…). Tajos son de mis propias entrañas, mis guerreros. Ninguno me ha salido recalentado, artificioso o recompuesto de la mente, sino como las lágrimas salen de los ojos y la sangre de la herida (…) Van escritos, no con la tinta de las academias, sino con mi sangre”.
Todo esto, tan hermoso, puede decirse de forma mucho más complicada. Pero es obvio que no hace ninguna falta. La sinceridad, en literatura, siempre es potencia.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[24 marzo 1995]
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