El fascismo, ese pastel amargo en el que la ignorancia y la prepotencia se mezclan, acostumbra a usar vestimentas, chaquetas y chalequines de ferviente progresismo. Se diría que, lejos de formulaciones dulces, ha decidido unirse a su presunto enemigo –la democracia– hasta consumar un paradójico romance en el que el despechado siempre termina siendo el sistema de libertades (vigiladas). La reflexión viene a cuento de la última diatriba con la que nos deleita el mundo de las letras, aunque las letras sigan estando en realidad bastante lejos de estas tonterías de salón.
Se trata de la discusión sobre la conveniencia de que Vargas Llosa, una de las sirenas del capitalismo liberal, forme parte del jurado en la Mostra de Venecia, un festival donde los gurús de la cosa cinematográfica se reúnen para decretar cuáles deben ser las nuevas joyas de la cultura moderna. Las crónicas del evento nos hablan de las declaraciones de uno de los consejeros del certamen, Umberto Curri, representante del antiguo partido comunista italiano y director del Instituto Gramsci de La Serenísima. En ellas se tildaba de “reaccionario” al escritor peruano. El susodicho Curri, cuyo nombre se olvidará pronto, consideraba al novelista poco digno de emitir opiniones sobre la calidad artística de las películas que compiten en el certamen. Vargas Llosa le respondió diciendo que las acusaciones que profería sobre su persona eran “las calumnias de un estalinista”.
Tanto uno como otro, la sirena liberal y el estalinista, han sacado sin apuros sus sables retóricos creyendo que herían al contrario. Seguramente, en parte, lo han conseguido: sus palabras probablemente hayan generado cierta desazón en el prójimo, que es la angustia que sienten aquellos que son señalados por el dedo de la Inquisición, que nos recuerda constantemente cuál el pasado de cada cual. A mí, qué quieren que les diga, me joden los dos por la sencilla razón de que ambos siguen creyendo que el máximo insulto que se le puede dedicar a una persona es hacer mención despectiva a su opción política o a sus presuntos errores ideológicos. En su lugar de defender sus tesis con argumentos racionales intentan desprestigiar a quien es distinto, tiene ideas que no comparten o sencillamente discrepa de su opinión.
Se empiezan diciendo estas tonterías y se acaba colgando a personas de las farolas. La progresión es rápida: primero le ponen a uno una cruz y después se elimina de raíz todo aquello que moleste a los oídos, puros e inmaculados. De entrada, se busca la aniquilación intelectual. Más tarde, alienados por el espíritu puritano que tienen todos los que se creen en posesión de la verdad se acaba degollando por las buenas a los demás, en plan medieval. Discutir a estas alturas la capacidad literaria de Vargas Llosa o poner en duda con criterios culturales su maestría es tan inútil que sus detractores recurren una y otra vez a denigrar sus veleidades políticas, como si éstas desprestigiaran sus obras.
En las peleas de niños suele decirse que la culpa siempre es de quien empieza primero. En este caso ha sido Umberto Curri, que debería haberse callado o haber expresado su opinión sobre Vargas Llosa en base a disensiones intelectuales. Algo imposible: para tener una polémica intelectual hay que empezar por serlo. El mundo de la cultura institucional, que no es cultura sino postureo, como tantos otros, es igual de cotilla, sectario y fascista que el político, aunque se disfrace, según el tiempo y el lugar, de progresía. ¡Y éstos eran quienes iban a limpiar las instituciones de la caverna! No lo saben, pero son hijos carnales de ella. Han heredado sus modales, agrios e intolerantes, y su ignorancia, cambiando simplemente el palo de la bandera.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[29 de agosto de 1994]
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