Los finales tienen mala prensa. Y fama de tristes. Pero a uno siempre le han gustado los finales, las estaciones término, las metas, el último tramo de las escaleras y los precipicios. Supongo que se debe al pavor ancestral que inspiran las cosas que aspiran a ser eternas, rotundas, indestructibles. La primera condición de los seres inteligentes consiste en evidenciar que en la vida absolutamente todo es finito. La muerte es la única cosa perdurable que nos concede el destino. Todo lo demás es temporal: la familia, los hijos, el trabajo, la salud, la rabia y hasta el espanto. Todos estamos encadenados a esta premisa fatal. Es un hecho: la vida se termina.
Ha llegado la hora de este articulista, que desde hace cuatro años lleva perpetrando, sin permiso timbrado, disidencias menores en este papel de periódico –a ratos blanco, en ocasiones salmón– dedicado a los libros. Nunca pretendió aspirar a la inmortalidad. Simplemente se trataba de componer una prosa de ejercicio que distrajera tanto al que escribe como a aquellos –benditos– que leen, si los hubiera o hubiere. Esperamos haberlo conseguido, aunque sólo sea algún día suelto del calendario. Nos consta que tenemos lectores. Por eso hemos decidido poner punto y aparte; el punto final depende de la piedad del cielo. Es el momento de pensar en hacer otra cosa y dar reposo a la pluma, que no es pluma, sino el teclado (milagroso) del ordenador.
Este ciclo de disidencias toca pues a su fin. O quizás sea lo contrario: ha llegado justo a su principio. Nunca se sabe si las cosas comienzan cuando se inician o terminan cuando parece que se acaban. Lo pensamos no sólo por nuestra tendencia a mirar el perfil irregular de las paradojas, sino porque, si lo pensamos despacio, lo realmente disidente no es escribir, sino callarse. El silencio es la mayor impertinencia que existe. En el oficio del articulismo, que es una ocupación sin lustre, prosaica, el principio y el fin tienden a confundirse. Tan importante es saber empezar un artículo como conocer el modo exacto de cerrarlo. El primer asunto exige atrapar al lector, el segundo obliga a golpearlo. Los extremos se tocan. Los matices intermedios se confían casi siempre a la capacidad de análisis y a las habilidades literarias del autor. Lo ideal es que ambas facultades vayan entreveradas en una misma dicción. Los artículos analíticos, enseñan; los literarios seducen. Los que combinan ambos ingredientes persuaden y deslumbran. Son las auténticas obras de arte de este oficio en extinción.
Los escritos disidentes que han ido apareciendo, mal que bien, primero en el suplemento de libros de este periódico, y después en La Mirada, no han pretendido ser más que crónicas apresuradas, repentinas; ejercicios literarios diletantes, pequeños castigos e hipotéticas ocurrencias sobre un arte –la escritura– que para uno siempre ha sido fascinante. Escribir es una forma de desgarrarse. Lo decimos poniéndonos estupendos. En un registro humilde podríamos expresarlo de otra forma: nos gusta escribir porque escribiendo somos lo que queremos ser y, además, pasamos el rato. Estas disidencias nunca fueron pensadas como reseñas de libros. La crítica literaria seria no se hace en los periódicos. El articulista tampoco es un reseñista, aunque lo parezca. No se ciñe a la actualidad, porque la actualidad es un invento, y reivindica su independencia con respecto a los intereses fenicios del mercado de las letras. Basta ver los suplementos culturales para darse cuenta: más publicidad que criterio, más interés que independencia. No es necesario rasgarse las vestiduras. Las cosas son así.
El artículo, en cambio, es otro registro: cuenta con el cobijo de una tradición y la ventaja insegura de la libertad personal. Puede hablar de libros, pero también de las heridas propias, que son las más universales que existen porque todos tenemos las mismas. Lo importante en un artículo no es el tema, sino la mirada. No hay reglas que enseñen a escribirlos porque el articulismo, si es bueno, siempre es el articulista. Nada más. Nada menos. La literatura de periódico no tiene rango académico: ésa es su salvación. El articulismo es el ultimo reducto de la viveza del viejo periodismo, que transmitía la vida –con sus errores– desde la primera a la última página de los diarios. Hay quien dice que muchos escritores devienen en articulistas –fijos o de ocasión– porque el periodismo permite vivir y la literatura no. Se nota que nunca han cobrado por escribir en las gacetillas. Hoy existe un ramillete de escritores que pueden comer –bien– de su prosa. Los periódicos son meros complementos salariales y, en algún caso, una vocación secreta. Ya no son una industria. Dejarán de serlo más pronto que tarde.
Escribir es un oficio difícil, tanto como publicar sin contar con una firma, cosa que –otra paradoja– sólo se logra escribiendo bien, regularmente y con cierto talento, aunque haya quien también lo consiga por la vía de los contactos. Vade retro, Satanás. Antiguamente, los aspirantes a prohombres escribían en los periódicos por prestigio. Hacerlo ahora sólo da disgustos. Los pedestales menguantes causan un sufrimiento infinito. La vanidad además es un mal pasajero. Lo único estable es el carácter, la guía que nos conduce –malamente– por la vida. De las pocas lecciones que uno ha aprendido es que, llueva a truene, siempre hay que hacer lo que uno quiere. Da igual si se reciben alabanzas, con forma de premios, o latigazos furibundos. El resultado no tiene la más mínima importancia. Lo que cuenta es la decisión de no rendirse. La resistencia. La perseverancia. Et in Arcadia, Ego.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[4 julio 1997]
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