Fue uno de los políticos más insultados. Y, quizás justo por eso, de los más hábiles a la hora de usar las cartas a su disposición en el juego, siempre voluble, del poder. Nadie neutro puede ser objeto de tan intensa crueldad ajena. En política, igual que en la vida, sólo se odia con verdadera dedicación a aquellos capaces de quebrar la imagen que uno ha construido sobre sí mismo, aunque el procedimiento consista en poner un espejo delante del propio rostro. Ante determinadas personalidades, no existe peor afrenta.
José Fouché (Nantes, 1754-Trieste, 1820) es considerado un personaje secundario de la historia. Se le recuerda como un mero prototipo sociológico: el ejemplo del político amoral, traidor, arribista, falso y deleznable que acostumbra a existir en todas las organizaciones humanas, sean partidos, congregaciones religiosas, periódicos o entidades vecinales. Igual da. Un trepa. Un relativista moral. Un verdadero criminal cuya concepción íntima sobre el poder sólo es comparable a la que dejó por escrito Maquiavelo. Extrañamente, nunca ha gozado de la misma relevancia: su memorias oficiales, publicadas en el año 1824, son dudosas. Callan más que cuentan. Una nota constante de su existencia. Definitoria.
El escritor Stefan Zweig, que escribió una magnífica colección de biografías históricas antes de suicidarse –con veneno; el arma política más silenciosa– en Petrópolis (Brasil), le dedicó un excelente ensayo amoral que ha recuperado la editorial Acantilado [Fouché, Retrato de un hombre político]. El libro es deslumbrante: nos aclara quién fue este hombre flemático, siniestro y metódico que latía debajo del mito del perfecto traidor, como le bautizó Napoleón, a cuyo servicio estuvo durante años, en periodos alternos, sin dejar por eso de jugar con sus rivales a todas las bandas posibles. “Tendría que mandar fusilarle, ministro”, le espetó un día el emperador Bonaparte, airado por la sospecha de la traición.
-“No soy de la misma opinión, sire”, contestó Fouché sin inmutarse. Continuó con vida.
Zweig nos describe a un perfecto canalla. Una personalidad fascinante que desde las sombras, durante 25 años, condicionó la historia política de Europa para desaparecer después en el olvido melancólico de Trieste. No es un exceso verbal: Zweig lo considera el “más excepcional de los hombres políticos”, adjetivo que no tiene que corresponderse necesariamente con el mejor de los hombres. Es más: ambos conceptos, a tenor de lo que nos enseña la historia, suelen ir disociados. La biografía de Fouché le sirve al escritor austriaco para hacer una hermosa reflexión sobre la política y sus demonios, sobre la llama que arde, consumiéndolos, en el interior de aquellos que desean el poder con independencia de cuál sea su utilidad. Sin convicciones ni principios. Por el placer secreto de participar en un juego de exterminio.
A Borges le preguntaron un día por los políticos. “Son una secta de sinvergüenzas. Estos señores van desparramando su retrato, haciendo promesas, a veces amenazas; sobornando, en suma. Ser político para mí es uno de los oficios más tristes del ser humano. No lo digo en contra de ningún político en particular. Digo, en general, que una persona que trate de hacerse popular a todos parece no tener vergüenza”. Amén. El escritor argentino se refería a los políticos populistas –acaso la firme obstinación del peronismo argentino– que tan profusamente aparecen en los momentos de zozobra. Fouché era de otra estirpe: la del político silencioso, como una serpiente. Jamás ambicionó ser famoso –consciente de sus limitaciones, que comenzaban por su propia presencia– ni quiso atarse a principio moral alguno. Prefería manejar el poder desde la tramoya del escenario; sin abandonar nunca, fuera quien fuera, el partido de la mayoría.
Lo hizo con éxito durante más de dos décadas, en las que protagonizó una carrera silenciosa, de consecuencias funestas para las vidas y haciendas ajenas, y perseguido por su propia sombra. El pasado es el gran problema de los traidores, obligados a matar para no llegar a ser descubiertos. Fouché, huyendo de todos los personajes que en algún momento él mismo fue encarnando durante su existencia, convirtió así el asesinato político en una de las bellas artes. Zweig nos muestra en su libro las sucesivas etapas de esta carrera inútil. Empieza en el seminario, donde el futuro regicida gastaba tonsura, túnica y enseñaba matemáticas y latín, iniciando una carrera religiosa de diez largos años que abandonaría por la política cuando se presentó como candidato del partido de los girondinos, defensor del comercio, las buenas costumbres y la propiedad privada.
Cuñado de Robespierre, Fouché es quien le presta dinero para su primer viaje a París a este desconocido abogado puritano y orgulloso que, junto a Marat, controlaría la trágica etapa del terror y la guillotina, donde él mismo murió tras una conspiración política auspiciada por su propio padrino, que pasó de prometer a su iguales respetar la vida del rey Luis XVI –bautizado por los revolucionarios como Luis Capeto; la primera degradación casi siempre es nominativa– a sentenciarlo a muerte ante la Asamblea Nacional, consciente de que el radicalismo jacobino iba a hacerse el dueño de la revolución.
-“La mort”, musitó entonces.
Esta frase, pronunciada de forma gélida, hierática, terminaría siendo la causa de su caída en desgracia definitiva cuando, más de dos décadas después, devolvió el gobierno de Francia a Luis XVIII, tras traicionar por segunda vez a Bonaparte, a cambio de seguir maniobrando en las hondas penumbras de palacio. El rey prescindió de sus servicios tras usarlo en su beneficio. El antiguo regicida era entonces monárquico.
Entre ambas escenas están contenidas sus múltiples mutaciones. Pruebas de una ambición sin límite: de religioso a mitralleur de Lyon, jinete apocalíptico contra la propia Iglesia en cuyo seno profesó. Autor –antes que Marx– del primer manifiesto comunista, en el que exigía la colectivización de la propiedad, apenas unos años más tarde se había convertido en el hombre más rico de Europa y disfrutaba del título de gran duque de Otranto. Ministro del Interior con Napoleón –la revuelta francesa culminó en una dictadura militar– su mayor obra política fue el gabinete negro: un sistema de espionaje infalible que le que permitía saberlo todo de todos y actuar en consecuencia. No todo fueron éxitos: pasó los tres años del directorio escondido, criando cerdos en una pocilga y aterido por una pobreza horrenda.
Aquellos eran malos tiempos. Una etapa a la que podría que aplicarse lo que Henry Miller escribió en El tiempo de los asesinos, su libro sobre Rimbaud: “Los cimientos de la política, la economía y el arte se estremecen. El aire está saturado de profecías sobre el desastre que se avecina. ¿Hemos tocado fondo? Todavía no. La crisis moral del siglo XIX no ha hecho más que ceder su lugar a la bancarrota espiritual del siglo XX. Es el tiempo de los asesinos. La política se ha convertido en un negocio de pistoleros. Los pueblos marchan en el cielo pero no cantan hossanas, y los de abajo marchan hacia las colas de las sopas”. Igual que ahora.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[11 diciembre 2011]
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