“La primera condición para llegar a ser director de periódico es carecer de imaginación”. Lo dice Ignacio Carrión, periodista de enjuto trazo, en la novela con la que ganó –en su día– el Nadal: Cruzar el Danubio (Destino). Un texto en el que antes que la historia lo que brilla, extraña, incluso sorprende, es el estilo. Es de ritmo lento, plomizo, repetitivo. Carrión, buen reportero, escritor brevísimo, imprime a su prosa la cadencia de un percutor. La novela se asemeja más a un cuadernillo de reflexiones varias, un divagar de pensamientos fragmentarios, que a un relato redondo, cerrado. No hay puzzle narrativo, no existe el tono de las grandes epopeyas. No hay incandescencia.
Uno no sabe si el premio estuvo bien o mal dado. Tampoco importa demasiado a estas alturas. La obra, sin ser maestra, al menos no aburre. Ya es mucho más de lo que puede decirse de la mayoría de los libros que reciben otros galardones célebres. La narración se sustenta en la caracterización de un único personaje: Juan, un periodista que, como todos, espera a alguien. En este caso una mujer llamada Berta, su amante, con la que se ha citado en un hotel vienés situado junto a la casa de Mozart, cerca de la Catedral con arbotantes de musgo.
Durante la espera, que termina siendo eterna, divaga, recuerda, atesora sus momentos personales y graba –el relato está fingido como si fuera la transcripción directa de unas cintas confesionales– los episodios más dispares: anécdotas sobre el ejercicio del periodismo, disquisiciones acerca la vida conyugal, fundidos en negro sobre aspectos familiares y pensamientos sobre la existencia común que, a tenor del ambiente que Carrión pretende recrear, se percibe llena de ese perfume conocido como desencanto, esa bruma que aparece después de las buenas comidas como un sopor, un viento, un aura secreta.
El principal mérito del libro reside en construir toda la historia a partir de una prosa intensamente fragmentaria, simple, desnuda. Sólo hay una coma en todo el texto y, les confieso, la lectura en ocasiones se convirtió en una especie de búsqueda obsesiva de esa única pausa. Una manía como otra cualquiera. La lectura de la novela de Carrión produce bastante serenidad. Habla de recuerdos secos, cercanos, comunes, expresados de la misma manera como se fijan en el cerebro, a veces para siempre, determinadas sensaciones. Carrión es, sobre todo, un escritor de frases cortas. No pretende, como otros especímenes de la prensa de papel, soltar los signos de puntuación en el texto como si fueran el arroz con el que se celebran las bodas.
Su edificio narrativo se sustenta en una arquitectura literaria con pilares finísimos, capaces sin embargo de sujetar las habitaciones del espanto de una vida sin sentido. La visión directa es terrible. Por eso todo queda como entrevisto, sospechado, contado a medias en secuencias de extensión desigual en las que el mecanismo de la degradación literaria termina con frecuencia en la caricatura, el esperpento y la ironía. Carrión juega al cinismo con su alter-ego. No se le puede pedir profundidad psicológica a su personaje igual que no se le puede pedir a la sequía que desaparezca, sino tan sólo que se retrase.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[24 febrero 1995]
Deja una respuesta