Una frase, a veces, dice más que un libro entero. Entonces sabemos, sin dudarlo, que estamos ante literatura fragmentaria: la que se construye con los ladrillos que Ramón Gómez de la Serna denominó greguerías, Sánchez Ferlosio, pecios y Cioran, nuestro suicida de cabecera, que no murió de suicidio, sino de la miseria de los viejos, aforismos. Hay quien cree que esta literatura es fruto de la pereza y quien, por contra, sostiene que se trata de una división sólo apta para los verdaderos genios, frutos de un talento que no requiere ni ensayos ni moldes ortodoxos para poder explicarse.
Es literatura que prefiere desparramarse, a capricho, bajo la forma de los cohetes prosaicos. Y que ignora, conscientemente, cualquier teoría de los géneros, al tiempo que desprecia su posible repercusión pública. Son obras para iniciados a los que nunca –nadie– otorgará un premio. Los galardones literarios, ya se sabe, se dan, como proclamó nuestro patrón, don Nicanor (Parra), para mayor gloria del jurado y, sobre todo, de sus amigos. Quien elige hacer pecios, aforismos, o como queremos llamar a estas criaturas verbales nacidas del ingenio y del discurrir azaroso de la mente, es un escritor con una cierta vocación apátrida, marginal, secundaria. Gente que no quiere saber nada de complejas arquitecturas narrativas y busca la sencillez de una frase certera, pura, perfecta, como una poesía sin tradición que la ampare, hecha sólo de condensación e ingenio.
¿Para qué escribir páginas enteras si todo puede decir, más y mejor, en sólo un par de líneas? Muchos, basándose en la tesis contraria, clasifican estos divertimentos literarios, algunos absolutamente serios, porque el humor es una cosa muy seria, dentro de los libros menores y las misceláneas. No nos cabe ninguna duda: el mundo es de los simples. Tenemos legión a nuestro alrededor. Dios les conserve la vista y el desdén. Uno recuerda casi todos los libros de literatura fragmentaria que han caído entre sus manos como verdaderas joyas, obras llena de sabiduría que no necesitaban ni tramas, ni historias, para ser literatura con mayúscula.
Determinados fragmentos de estos libros sin estirpe, que en su orfandad forman un linaje nunca reconocido, sin escudo de armas, renuevan el lenguaje y multiplican nuestra perspectiva del mundo mucho más que los novelones de setecientas páginas o las antologías en versos editadas gracias a las ayudas de las socorridas cajas de ahorro, sección fundación cultural; sin olvidarnos de determinadas casas de perfumes y joyas cuya devoción por la poesía tiene la costumbre de coincidir con las deducciones fiscales. Es lo que hay: algunos van a continuar valorando la literatura al peso, por la firma o la editorial, sin fijarse en demasía en la calidad de los textos, que es la que de verdad mueve la noria.
Es cierto que estos libros fragmentarios no son para todos los días. Tienen su momento: requieren un lector tranquilo, con vocación por la pausa, el paréntesis y el silencio. No son materia de tertulias, sino oraciones interiores que se rezan en absoluta soledad. Miniaturas que nos vuelcan hacia dentro y, ante las cuales, siempre nos cabe la duda de si nos están dando consejos o disparando en la cara. Las verdades más duras no necesitan retórica que las cobije, igual que los desconsuelos y las bromas sobrevenidas que nos enseñan los frágiles que somos. Quienes leemos a Ferlosio, nos desesperamos con placer gracias a Cioran y disfrutamos con Gómez de la Serna tenemos querencia devocional por los postres. No los perdonamos por muy generoso que sea el almuerzo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[21 julio 1995]
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