Uno de los lugares comunes de la historiografía patriótica, esa forma de oxímoron, es que cada pueblo debe escribir su propia Historia a través de sus historiadores. De hecho, se trata de una desafortunada norma, como si nacer en un lugar, ese azar con el que comienza nuestro destino, acaso otorgase la patente de corso del monopolio o permitiera el imposible de la infalibilidad. La Historia es una suma de hechos e interpretaciones. Los primeros, igual que ocurre en el periodismo, son sagrados; las segundas, al contrario que las opiniones, se deben a lo factual, lo que reduce el margen de libertad del historiador –que no es (ni debe ser) un artista– de forma que su lectura del pasado no sea gratuita o caprichosa, sino argumentada. Es justo lo que encontramos en el ambicioso ensayo que Borja de Riquer, profesor emérito en Barcelona e investigador del catalanismo y el franquismo –vinculados estrechamente, a pesar de lo que afirma la propaganda independentista–, ha dedicado a la figura de Francesc Cambó (1876-1947), de profesión prohombre. Patriarca de la Lliga, ministro brevísimo en los gobiernos borbónicamente monárquicos de Maura durante la Restauración, empresario y criatura sacudida por la obsesión del mando y la necesidad psicológica de ser quien lleve siempre la batuta, incluso aunque no haya orquesta.
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