Las súbitas sacudidas de la Tierra, antes de mudar en terremotos, comienzan con un leve temblor y una grieta. “Así es” –escribe Leonard Cohen en Anthen– “como entra la luz”. Algo análogo sucede con el tránsito entre las literaturas antiguas y las modernas. Hasta el Romanticismo, todo es retórica; después, la cosa depende ya de cada caso. Esta frase enuncia una paradoja porque, en el fondo, no es que a finales del siglo XVIII desaparezcan por completo los códigos artísticos existentes durante la Ilustración y el Neoclasicismo, sino que mutan o se camuflan bajo la apariencia de la naturalidad, que es una forma más de retórica que oculta su condición. La historia de la literatura entera podría condensarse a partir de esta progresión: los escritores, obedeciendo a las preceptivas y a las poéticas, replican primero los modos de decir más nobles y acrisolados; a continuación, los cuestionan desde dentro cuando descubren que estas dicciones heredadas son hermosas jaulas que no permiten trasladar con la intensidad necesaria sus sentimientos. Por último, las destruyen para conquistar su libertad. La frontera que distingue a la poesía antigua de la moderna reside en el significado de la primera persona. Para los clásicos, el yo es un arquetipo que representa a una comunidad (concretada en una voz individual). Para los románticos, padres de la tradición de la ruptura, como explica Octavio Paz en Los hijos del limo, la primera persona es un espíritu, la cima de la montaña desde donde se contempla el terremoto.
Las Disidencias en La Lectura.