“Calumniad con audacia, siempre quedará algo”. Un hombre capaz de condensar en una sola frase, tan irónica como rotunda, la secreta saeta del ingenio es alguien que ha conocido de primera mano la inmensa tragicomedia que es la vida social. Francis Bacon (1561-1626), padre del empirismo científico, pionero del pensamiento moderno, puente entre la filosofía antigua –marcada por la sombra de Aristóteles y por la escolástica cristiana– y la moderna, quedó atrapado en los libros de filosofía antes de convertirse en una egregia estatua del saber. Su figura, sin embargo, estaba hecha de vísceras, carne, sangre y huesos. El intelecto, esa capacidad mágica para extraer conclusiones a partir de la experiencia, llegaría después. Antes de pasar a la posteridad como un gran pensador, Bacon fue un activo hombre público que conoció la ambición (personal), la delación –se dice que traicionó a su primer protector, el conde de Essex, para aproximarse de inmediato al duque de Buckingham–, la corrupción (fue procesado por aceptar sobornos) y el ostracismo. Todas estas vivencias no lo convirtieron en un charlatán, como sucede acontecer con tantos políticos retirados a los que el tiempo ha ido olvidando, sino en el arquetipo del filosofo conciso y sereno, con cierta naturaleza nórdica, que proyecta una visión (realista) del mundo ahorrándonos el quinario de contarnos de paso su vida.
Las Disidencias en Letra Global.