Lo más asombroso de la literatura de Franz Kafka (1883-1924) no es que su apellido terminase dando origen a un adjetivo común –lo kafkiano, esa suerte de pesadilla que encierra dentro de una prisión semántica los tormentos de la existencia cotidiana– sino que, un siglo exacto después de su desaparición, que él hubiera anhelado que fuera un hecho absoluto, sin prolongación posible ni protagonismo en la agenda de la posteridad, todavía identifique, con un rigor meridiano, el eterno sinsentido de la vida. Debemos semejante hallazgo, como es sabido, a la proverbial traición de Max Brod, su amigo y albacea, que violó la promesa de destruir todos sus papeles de trabajo, donde el escritor checo, bajo la forma de una sucesión de apuntes, esbozos e infinitos borradores, dejó una parte más que considerable de su sustancia creadora y el resto, amargo, de sus íntimas premoniciones. Brod no respeto su última voluntad y, acaso para redimirse de este pecado, escribió a continuación una biografía de Kafka que lo acerca a la santidad. Se permitió a continuación acondicionar las primeras ediciones de su obra, añadiendo títulos que el escritor checo nunca puso en sus escritos. Una alteración que han ido corrigiendo las ediciones posteriores, obsesionadas con un imposible: devolver su integridad a los manuscritos que Kafka nunca publicó y que jamás quiso ver editados.
Las Disidencias en Letra Global.