La historia, esa maldita dama que transforma las cosas en función de su capricho, nunca del nuestro, resucita estos días la figura del más grande cantante de tangos que han visto los siglos pasados y verán los venideros: Carlos Gardel, el poeta. De su naturaleza lírica no cabe duda. Lo dice el callejero de la calle Suipacha, el Buenos Aires arbolado de las esquinas, el arrabal convertido en pieza de ficción sentimental. Como todos los grandes poetas, Gardel vivía el desconsuelo de estar vivo, ese desengaño que consiste en levantarse todos los días sin motivo para certificar –nada más hacerlo– que más valdría no haber salido de la cama. En unos tiempos en los que los poetas dan por sentado que son verdaderos genios –incluidos los vates de provincias, que son los más pesados de la tribu– resulta no sólo gratificante, sino pertinente volver los ojos sobre el gran mito popular del Buenos Aires idealizado de principios del pasado siglo.
Gardel, igual que Dylan, no suele aparecer en los libros académicos de letras, que reducen toda la cultura popular –sobre todo si es de tradición oral– a lejanas referencias seculares, como si el venerable arte de los rapsodas, aquellos que cantaban sus versos por los caminos, hubiera muerto como resultado de la inevitable evolución histórica. Y, sin embargo, los poetas del viento siguen vivos. Gardel forma parte de esos escritores malditos –o raros, como diría Darío– que cultivaron sólo géneros menores, prosaicos. Aquellos que buscan la poesía de su tiempo en las calles, entre la multitud, lejos de las bibliotecas y los salones académicos. Ahora que se escribe poesía de consumo, vendida como un perfume, escrita con versos que no son versos, sino ocurrencias rimadas, uno encuentra en los discos de pizarra que todavía se venden en el mercado de las pulgas de la Plaza Dorrego algo de aquel espíritu de los tiempos perdidos.
Los poetas, por lo general, son insoportables. Se creen insustituibles. Carecen de la virtud de la humildad y abusan del egocentrismo. Frente a esta estirpe, en la poesía que se escribía antes que de uno viniera al mundo existía también una rama de cantores de la vida sin honores institucionales: la de los poetas populares, los versificadores que nos hablan desde las aceras, no desde un atrio cubierto de terciopelo. Son los poetas que no miran al cielo, sino hacia el suelo. Benedetti es un buen ejemplo: poeta doméstico y humilde, novelista en zapatillas, gris sentimiento hecho letra del acogedor Montevideo. Gardel representa al Buenos Aires pretérito, aunque el hombre naciera en Tacuarembó (Uruguay) o, según otros, en Francia. Uno nace donde le dejan. Si le dejan.
Que su vida fuera poética, mayormente debido a su oficio en el mundo del espectáculo, exilio en París incluido, nos da más o menos igual. Lo trascendente de su figura es que cantaba tangos –una música carcelaria y de prostíbulo– de manera irrepetible, sin traicionar el sentido del drama que alumbra sus trágicas historias y, al mismo tiempo, haciéndolos digeribles en los salones de la sociedad porteña. Los personajes de sus canciones son almas desconsoladas a las que la poesía cantada sirve de consuelo frente al abandono, la doblez y el desamor. Los surcos donde está atrapada –gracias a la imperfecta técnica de su tiempo– su música todavía condensan el alma del suburbio que empieza a dejar de serlo. En un tango de Gardel hay más poesía que en los libros premiados por las casas de perfume.
Los fanáticos han erigido estatuas en su honor para inmortalizar su estilo, su porte, su presencia. Todo es vano, más allá del recuerdo. El único sitio donde Gardel sigue vivo son sus discos, donde la guitarras siguen sonando desafinadas y la evocación se convierte en arte. Se canta lo que se pierde, dijo el poeta. Quien escribe versos tiene el alma huérfana, añadió alguien. El mundo posmoderno nos bombardea –esto una guerra– con propaganda, anuncios y placeres efímeros, convirtiendo la vida en una estafa. Y, sin embargo, cuando uno pasea por San Telmo, Buenos Aires, una de nuestras particulares embajadas de la felicidad íntima, siempre encuentra los fines de semana en las esquinas del barrio a algún imitador de Gardel entonando, igual que en los años veinte, el Cuesta Abajo y otros tangos melodramáticos. Es la música de nuestros abuelos. Y también la nuestra. Poesía cantada, tan eterna como el sufrimiento.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[10 enero 1997]
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