Los indianos –dicho así, en plural– eran los emigrantes que se marchaban a hacer las Américas. En el Nuevo Continente buscaban la prosperidad que se les negaban aquí. A veces dejaban en el camino semillas, lágrimas, flores y los líquidos que uno desperdicia cuando va en busca de la posteridad. En otras ocasiones su viaje terminaba siendo un camino camuflado hacia la muerte. Emigrar es parte de la tragedia cotidiana de la que ninguno podemos escapar. Simplemente es la variante nómada, diferente al asentamiento, que exige hogar, familia y responsabilidades. De estas historias de partidas y regresos, tan tristes, tan humanas, trata Gallego, la novela en la que Miguel Barnet, un escritor cubano, le ha puesto letra –la música es sorda– a las aventuras privadas que tienen lugar al otro lado del océano, lejos de nuestro suelo.
El protagonista de esta historia jamás pensó que al otro lado del mar les esperaba la misma pobreza de la que huía, que es una condena que a veces disfrazamos bajo el nombre de fracaso. Tampoco intuía que el sendero de la liberación podría terminar justo en el principio. Su viaje comenzó con la esperanza de regresar al hogar. Es la eterna quimera de siempre, desde la epopeya de Ulises: retornar cual caciques enriquecidos a pueblos de aluvión, donde se convertían en los demiurgos que todo lo podían, potentados que un día se fueron a Cuba o a México y ahora construían casonas en las huertas con sus ganancias mágicas y criollas. Valle Inclán escribió mucho de los indianos. En la España del XIX eran casi un género literario. Galicia entera, en cierta forma, es un territorio construido sobre los relatos de las meigas y las historias de los inmigrantes, leyendas de carne y hueso, sacerdotes de esa religión que dice que existe una vida mejor bajo otro cielo, desmintiendo con su ejemplo el consejo de El Buscón de Quevedo, que se cierra con un designio fatal:
“Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.
Barnet me regaló la edición cubana –Editorial Letras Cubanas– de su novela advirtiéndome que se trataba de una trilogía: antes están la Historia de un Cimarrón y la Canción de Rachel. Ese día llevaba un sombrero-boina. Nos encontramos en Sevilla. Año 92. Hablamos de Cuba. En apariencia parecía un revolucionario convencido, no sé exactamente si de salón o de zafra, que mostraba su claro compromiso con el régimen castrista. Por fortuna, esta elección personal no se vislumbra en Gallego, que no es un libro político –al menos en el sentido superficial del término– sino picaresco, de aventuras, de iniciación; la crónica de una tragedia donde el horror y el humor, igual que en la vida, se dan la mano.
Un emigrante navega desde España hacia la mayor de las Islas de las Antillas para convertirse, muchos años después, en un cubano adoptado. Manuel Ruiz –éste es su nombre– es la representación de esas generaciones de gallegos que llenaron el morral de ensoñaciones y, cuando la vida tocó firmes, se encontraron con el morral vacío, yerto, como los párpados de los muertos. No volvió nunca a Galicia. Tras cruzar el océano en una noche de oscuridad absoluta, pavorosa, pasó una vida que, transfigurada de época y de espacio, nos recuerda bastante a la del Lazarillo, aunque en versión caribeña.
Es la sociedad, según algunas teorías, la que hace malos a los hombres. La emigración que narra Barnet no empeora a su personaje, pero sí lo amolda, lo deforma, lo confirma. “O mar castiga/bravamente las penas”, escribió Rosalía de Castro. El mar era la única vía de salida del mundo devastado que fue su hogar. Así fue también para generaciones de españoles que, como Manuel Ruiz, se perdieron por las Américas, el infinito continente al que cantó Neruda, buscando dominar ese látigo que llamamos vida y siendo, al final, golpeado por esel mismo diablo. Ruiz termina convertido en un hombre pobre. Es un fracasado que no puede, como otros, reescribir su propia historia desde la seguridad del triunfo económico. Su verdad no le importó a nadie más que a él mismo. “Una idea fija”, escribe Barnet, “cambia la vida de un hombre”. Es cierto. Lo que no es seguro es que siempre sea para mejor.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[21 junio 1996]
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