Cuenta la filosofía popular, ésa que ha hecho de Cataluña una Europa en pequeño, salvo cuando prevalecen los habituales delirios tribales, que estaba ese prodigio del Ampurdán que fue Josep Pla, autor de la prosa más seductora que se ha escrito en España en mucho tiempo, orinando en un muro cuando uno de sus incondicionales se le acercó, intentó más o menos emularlo –miccionando también en la pared– y, sin respeto a las circunstancias, ni a la edad, ni al talante singular del escritor, le espetó:
“Maestro, ¿es cierto que si uno se pone a una hora determinada en esta pared y mira al cielo puede ver los restos de una estrella que hace doscientos años explotó?”.
“Buen hombre” –le respondió Pla– “¿quiere usted dejarme mear en paz?”.
Evidentemente, no era el momento más adecuado para preguntas tan intrépidas. Los genios son verdaderamente geniales cuando el momento lo requiere; no en cualquier circunstancia. La genialidad es un regalo del cielo, una de las cimas del talento individual, una sustancia escasa que no debe desperdiciarse. Al ser una cualidad personal, es caprichosa: no se aparece siempre de la misma manera. Ocurre igual que con la sabiduría: si se tiene, no se pregona. Los más listos casi siempre son los que suelen quedarse callados en una reunión. Detrás de los hombres sencillos es donde habitan los verdaderos héroes. Rescato la anécdota de Pla como muestra de lo que decía Baudelaire: nadie es sublime sin interrupción, pero debe aspirarse a serlo siempre.
En nuestros días la valoración de la genialidad sufre una extraña disfunción óptica: se considera habitual, un término aplicable a cualquier cosa, especialmente a lo aparente. Por contra, se ignora la verdadera brillantez intelectual. El adjetivo genial –tan escaso– es el que se aplica con más holgura, sin análisis, preferentemente sin motivo. En el ambiente libresco ocurre con bastante reiteración. Se dice que un libro de un autor es su mejor obra con una facilidad sólo comparable a las ansias editoriales de que dicha afirmación sea cierta. La obsesión comercial persigue justamente esto: hacer creer que lo que uno vende adquiere este matiz de lo indiscutible de forma automática. Averiguarlo es ya (otra) tarea más complicada. La calidad de un escritor radica en las páginas que ha escrito, no en su persona ni en su personaje. Hay escritores incapaces de sostener a sus criaturas dentro de un libro pero han fabricado una máscara que suplanta los méritos de sus obras.
Siempre he creído lo mismo: la mejor promoción literaria es la propia literatura. El estilo debe estar en los libros, no en las solapas biográficas. La promoción más efectiva son las recomendaciones de otros lectores. No son fáciles de conseguir: dependen de la fascinación ajena por tu trabajo. Una de las más recurrentes en los últimos años en España ha sido la de Juan Manuel de Prada, que con un librito titulado Coños logró el plácet de determinados prescriptores, posteriormente frustrado a medida que ha seguido escribiendo. Sus inicios parecían prometer la recuperación de la figura del escritor neto: aquel que escribe literatura sin aderezos, incombustible. Prada empezó con libros efectistas, una excelente novela –Las máscaras del héroe– y terminó en el nicho de las tribunas periodísticas, preferentemente en la prensa conservadora.
La promoción ajena le ayudó a extender la influencia del escritor germinal que fue para convertirse en la máscara desdibujada que el tiempo nos ha legado. Tal conversión tiene sus costes: ha dejado de influir en la literatura, muy al contrario de lo que auguraba en sus inicios, cuando se convirtió –por breve tiempo– en tendencia. El tiempo es el único juez, pero, visto con distancia, a uno se le antoja que lo peor que puede sucederle a un escritor es que lo recuerden por nada. Ni siquiera por un único libro. El verbo escribir siempre es anterior al sustantivo o al pronombre que lo precede, que funciona igual que un andamio. Hay sustantivos y pronombres que terminan cansando muy pronto. Y andamios que se caen con el primer golpe de viento.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[25 octubre 1996]
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