Desde Virgilio, y quizás porque en nuestros genes, además del idioma, exista algún elemento inequívocamente terrestre, el campo ha tenido una lectura (literaria) de corte amable y, con frecuencia, bucólica. Uno siempre ha creído lo contrario: el campo es un territorio imposible, inhóspito, un tirano que arranca la piel a tiras a los agricultores, que son los únicos capaces de domesticarlo. Por supuesto, éste es el sentir de los niños urbanos, ajenos por completo al paso de las estaciones –en mi ciudad sólo hay dos–, ignorantes del nombre de los árboles, alérgicos al olor de los arbustos.
El campo sólo era en nuestra infancia un sitio de calor eterno. Para obtener de él algún rendimiento era necesario levantarse de noche, con el alba, quebrando la rueda de las horas ordinarias. El sacrificio inmenso de llevar un (magro) jornal a casa lo exigía. Las leyes humanas no regían en sus dominios: el campo tenía sus propios designios. O te adaptabas a sus ritmos y su calendario o te aplastaba. Ante él no servían ni las lecciones de la escuela ni los consejos para caminar por las aceras de la vida, donde gastamos los zapatos de nuestra arrogancia. Lo rural era una geografía agreste, sin refugios, los surcos abiertos en la tierra, la inmensidad del paisaje cayendo sobre nuestras cabezas.
El trabajo agrario rompía la espalda. Con frecuencia, también el alma. Uno veía a los braceros de Andalucía como esclavos de su destino: el sueño cortado, el sudor constante, las horas de casino y el derrumbe final sobre el lecho humilde. Al día siguiente, la misma rueda infernal. Aquella era una vida pegada a las cosas auténticas. Pero nada lírica. El campo ahora se ha convertido en un asunto ecológico, en otra cosa. Es, sobre todo, un negocio económico. No ocupa la atención de la literatura actual, esencialmente porque España, que siempre fue un país agrario, ha dejado de serlo en lo cultural; salvo en Andalucía, donde la mentalidad de la aldea sobrevivió a la mudanza hacia las ciudades. Ya no sabemos de dónde vienen los alimentos ni cómo eran las aldeas de nuestros abuelos. Sólo son nombres en un mapa. Lugares donde, a pesar de su cercanía, nunca volvemos.
La obra rural de Cela y Delibes, por poner sólo dos ejemplos, herencia de una posguerra negra, ha perdido importancia e influencia estética en la novela española. En un caso es pasto de homenajes. En otros, de lecturas escolares. Casi toda la literatura actual está poblada por personajes sin raíces, con el seso sorbido por asuntos artificiales, vacíos. En España se escriben muchos libros, pero ya no se crean personajes como los de aquellos dramas agrarios, impulsados por la fuerza telúrica de lo auténtico. Los escritores ya no son los poetas de este mundo primitivo, sino personajillos de cóctel. Se han quedado con lo más estúpido de la vida literaria: la pose. Son escritores en perpetuo escorzo.
La literatura es retórica, estilo, pero también requiere fondo. Para escribir sobre la vida hay que saber escribir pero también es necesario conocer a fondo la existencia. El campo es un escenario abierto a lo literario. Probablemente en el futuro empecemos a ver novelas de territorios rurales que nos parecerán casi surrealistas, siendo en realidad la parte escondida de nuestro pasado y de un presente que ignoramos. Todos venimos de ahí. Nos guste o no. La historia de la humanidad no empezó con el trazado de las autovías ni la creación de las urbes. Antes, ya existían las aldeas rodeadas por el páramo. El desierto natural de nuestro pretérito.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[14 febrero 1997]
Deja una respuesta