Cuenta Francisco Umbral en La noche que llegué al Café Gijón (Destino), uno de sus mejores libros de memorias, que en realidad recrea de nuevo la misma autoficción de siempre, que entre la fauna de escritores, literatos, creídos, actores, vividores, mujeres liberadas, lésbicas sorprendentes, homosexuales pronunciados y prohombres que pululaban en aquel entonces por sus mesas con tapas de mármol, buscando el éxito en el mismo Madrid donde el escritor perseguía el Parnaso por el procedimiento rupestre de aporrear las teclas de una máquina de escribir –“mi ametralladora”, decía imitando, sin decirlo, a Bukowski–, que había un personaje singular llamado Eusebio García Luengo o algo así, aunque el nombre no importa demasiado.
El tal Luengo era un escritor resignado a escribir sólo para sí mismo. Decía tener la certeza de que nadie iba a leerlo nunca. Como casi todos, supongo. El joven Umbral que todavía no era Umbral explica que la contemplación de aquel personaje le hacía preguntarse si la literatura, la suma de todas sus aspiraciones, servía en realidad para algo. ¿Para qué coño escribe uno?, se preguntaba. García Luengo nunca le dio una respuesta. Y, sin embargo, no dejó jamás de escribir. Había renunciado a castigarse y, por tanto, a preguntárselo. En su voluntaria sordera ante las evidencias, que a veces son una forma efectiva de asesinato, Umbral parece encontrar la simiente del arte de escribir: todos escribimos para nosotros. Lo de los demás, si llega algún día, siempre es cosa posterior.
Un escritor, tanto el más humilde como el exitoso, sólo es un hombre que escribe. Eso es todo. Lo demás no importa en absoluto, incluidos el público y las editoriales. Libre de cualquiera de estas ataduras, García Luengo (si el nombre es cierto) se enfrentaba todos los días en solitario consigo mismo en un duelo perfecto: un hombre, el papel en blanco y la literatura resonando en el vacío. Nada más. Aunque no lo parezca, este ritual puede ser una forma de hogar. La placenta donde uno se cría no es la materna: es la cultural, que depende –siempre– de la lengua en la que nos educamos, con la que aprendemos a comprender y a odiar el mundo. Es el lenguaje quien nos rodea, la herramienta que nos permite salir de nosotros para entrar en los demás y el código en el que, antes que suceda, soñamos nuestra propia muerte.
Quienes pueden ganarse la vida escribiendo son cada vez menos. En esto España no ha cambiado mucho. De entre ellos, algunos viven excelentemente bien de escribir lo que quieren. Son los afortunados que tienen un público fiel que respalda su obra. Se trata de una minoría, por supuesto. Todos los demás escribimos otras cosas –crónicas, artículos, noticias, anuncios, guiones– para saldar nuestras propias cuentas e intentar llegar a final de mes. El segundo objetivo es menos complicado que el primero. Lo difícil de resistir el pulso asesino de la escritura es proteger de la intemperie el reducto del alma que nos define como individuos distintos a los demás en la medida de que sólo nos concebimos escribiendo. Nada más que escribiendo.
Por supuesto, muchos escritores escriben de forma esporádica, telegráfica o desbordante, dependiendo de su estilo. También hay quien no sabe muy bien de qué escribir. Lo que uno ha descubierto con los años es que lo importante no es el tema, sino la forma. Umbral se salvó de ser García Luengo, pero se quedó lejos de convertirse en Baudelaire, que es a lo que aspiraba. Su triunfo, relativo, pero extraordinario para la España húmeda y sonámbula de su tiempo, no fue fruto de las circunstancias, sino consecuencia de su capacidad para resistir manteniendo intacto ese reducto del carácter donde el verdadero escritor cobija el estilo, la identidad de su escritura. No es un proceso agradable. Ni fácil. Exige cumplir con los requisitos de los sacerdotes literarios, que son los que, sin creer en nada, todavía confiamos en salvarnos, de alguna manera, gracias a la escritura.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[25 de Abril de 1997]
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