En los sueños de la infancia, pesadillas de niñez agreste y asilvestrada, en la que los demás jugaban al fútbol y uno no conseguía enhebrar ninguna táctica, siempre hacía frío y era de noche. Son dos de los tópicos de la mejor literatura: un vicio de madrugadas llenas de música sucia, alcohol, contextos que no casan, una cueva mental donde refugiarse de la vida exterior. De noche todo era más puro: se escribía mejor, se maldecía mejor, se hacía arte sin testigos o se mataba con más dedicación, mientras que las mañanas sólo ofrecían un asiento –no siempre cómodo– para ver cómo los demás trataban de hacer sus negocios engañando al prójimo. Algunos le llamaban a eso prosperar. Todavía lo hacen. El prójimo también era uno, claro.
Los libros, entonces, funcionaban como un bálsamo. Y los bálsamos se beben a solas y de madrugada. Es cierto: las drogas te matan, pero mientras tanto son el único consuelo que el hombre ha inventado ante la aridez de la existencia, el peso de ciertos metales desconocidos y la incertidumbre que crece en nuestro interior a medida que el mundo exterior se vuelve más hostil. Es cuestión de estilo: hay quien se pone sentimental cuando ve pasar una procesión y quien lo hace cuando recuerda en qué momento exacto, qué noche de un calendario que ya no va a volver jamás, descubrió un poema de Borges, leyó un cuento de Cortázar o se dio cuenta de que la vida no está realmente en la calle, sino en ciertas novelas como La lucha por la vida, de Baroja.
Hay quien cree en la utopía de un mundo mejor y quienes desean transformar el universo, que es sordo y pertinaz. Los letraheridos nos conformamos con bastante menos: un buen libro. Es el único método válido para cualquier revolución individual, que son las que se hacen en silencio y sin público. Por lo general, los títulos que uno elegía en las noches idas del tiempo eran libros ácratas, espinas que se clavaban en la piel, jirones de sueños ajenos, apreciaciones, comentarios, discursos, papeles extendidos, heridas resabiadas, gritos que desde el fondo del idioma calmaban casi todas las carencias inmediatas, que siempre son las más crueles, porque o no llegan a cubrirse o lo hacen tarde, a destiempo, cuando ya no sirve de nada.
Los fríos del invierno, que en el Sur meridional es una primavera tibia que nunca se presenta con su verdadero rostro, han llegado tarde este año. Nos traerán, si el destino es piadoso, algunos nuevos libros. Unos son carnales, otros espirituales. La vida siempre ha estado dividida en estos dos mundos: el que gobierna Dionisos y el reino perfecto de Apolo. Lo escribió el Arcipreste de Hita: inviernos para reflexionar, veranos para folgar. O viceversa. Cada época del año tiene su ritual particular. Y su gavilla de libros secretos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[1 diciembre 1995]
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