Las drogas están ligadas a la literatura desde su origen. Homero y Virgilio escribieron sobre ellas. Otros escritores se rindieron ante su imperio, que es longevo. En los escritos de nuestros clásicos grecolatinos el consumo de sustancias extrañas o mágicas está asociado a las ceremonias de índole religiosa, son remedio para curar las enfermedades o presunto atenuante ante los sufrimientos físicos y mentales. El veneno, a veces, cura matando. En la Edad Media las drogas podían ser santas o materia de brujería: filtros secretos, plantas mágicas, sustancias alucinantes y alucinógenas pueblan un mundo de monasterios, abadías, campos oscuros y hogueras.
Los libros de viajes del siglo XVI están llenos de excitantes y drogas fantásticas que hacían ver como verdaderas las epopeyas más bizantinas. Los relatos en primera persona, sin embargo, son algo posteriores. Drogadictos que componen un extraño canon de paraísos artificiales. El más célebre es el relato de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), autor de Lyrical Ballads. Empezó con el láudano a los 19 años para curar sus dolencias reumáticas. Después descubrió el éter y la marihuana. Las alucinaciones poblaron sus poemas de imágenes sobrenaturales.
Lo de Balzac (1789-1850) es de otra estirpe: escribió un Tratado sobre los excitantes modernos para describir los efectos del café, el té, el mate, el cacao y el alcohol. Thomas De Quincey (1785-1859) es otra de las referencias pertinentes al caso: vida desordenada, costumbres bohemias, noches infinitas de consumo de opio para atenuar sus problemas gástricos y, casi siempre, viajes demenciales. Confesiones de un inglés fumador de opio es la suma de algunas de sus experiencias místicas, una constante de la poesía romántica, que veíalas drogas como un sacramemto, una moda intelectual o un hábito inherente al concepto de distinción social. Quien no consumía no podía formar parte del Club de los Aficionados al Hachís que dirigía en Tours (Francia) el doctor Moreau.
Todo esto nos conduce, obviamente, a los poetes maudites, los poetas malditos, cuya relación con las drogas fue católica, por universal. Baudelaire, el padre de la poesía moderna, fue adicto al opio, hermano del hachís y un escritor atormentado más por la vida que por los infiernos químicos en los que se sumergía después de pasear, sin rumbo, por París. Escribió algunos poemas dedicados al vino donde se canta la segunda juventud del alcohol. No siempre fue tan lúdico.
En El veneno nos dice:
“El opio agranda lo que no tiene límites, alarga lo ilimitado, hace más profundo el tiempo, cava la voluptuosidad y de placeres negros y tristes llena el alma hasta más allá de su capacidad”.
Rimbaud nos contaría lo mismo de otra forma, anárquica, destruyendo la sintaxis y la lógica, en El barco ebrio o en la Alquimia del verbo. El consumo de droga se democratiza, por así decirlo, a partir de la Primera Guerra Mundial. Ya no sólo se drogan los poetas o los intelectuales, sino los soldados y los industriales. Artaud experimenta con la mezcalina y los surrealistas investigan el lado impar del inconsciente gracias a la ayuda de las sustancias más a mano, tarea en la que algunos –como René Daumal– perdieron la vida adelantándose al momento, siempre inevitable, del viaje final en dirección al más allá por el abuso del tetracloruro de carbono.
En los años 60 la droga es ya como una comunión generacional para los poetas beats, muta en alimento sagrado en las multitudinarias misas hippies y viaja, para quedarse, al centro de la cultura pop occidental, donde adopta formas que van desde lo siniestro –William Burroughs– a lo amoral. Los paraísos artificiales dejaron muchos muertos. Algunos se marcharon felices. Otros fueron raptados de este mundo tan mundano tras un exceso de felicidad química que, a la postre, resultó mortal.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[19 de Agosto de 1990]
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