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Indolencias estivales

carlosmarmol · 15 mayo, 2016 · Deja un comentario

Nadie me espera en el hogar. La vida es hermosa y agria. Las estaciones pasan como cuchillos afilados sobre el alma. El calendario es un acerico lleno de agujas sin enhebrar. Cuando se tienen poco más de veinte años la memoria no cuenta demasiado. Todavía es corta e imperfecta. No nos permite incurrir, por tanto, en el defecto literario de la evocación epifánica. Nos falta madurez y, además, carecemos del suficiente ánimo. Nuestros recuerdos aún no son violetas, como los de Juan Ramón (Jiménez). Tampoco amarillos, que es el color con el que se escriben la mayoría de los libros de memorias que encontramos en las librerías. Aunque la vida ya está dejando de ser de color de rosa.

El verano como tema literario

El mes más cruel, para T.S. Eliot, era abril, pero a nosotros quien nos castiga todos los años es el verano, que llega con su indecisión de promesas amputadas. Hasta octubre no encontraremos el bendito consuelo de las primeras lluvias. En esta ciudad las estaciones huyen de la tibieza, que es la civilización: el otoño, con sus resabios infantiles, y la primavera, llena de promesas que jamás se cumplieron. Donde vivo, el estío no es metáfora, sino puñal. El calor es el anuncio de que algún día, a la vuelta de la esquina, nos espera el maldito infierno.

A veces, cuando la ocasión lo permite, huimos hacia otros cielos en busca de una libertad momentánea. Sólo es un espejismo: la rutina también habita en el ocio episódico de los días sin calendario. Alguien escribió que la vida no es como es, sino de la manera en que cada uno la percibimos. La definición exacta es otra: la vida es como la recordamos. Con sólo dos décadas de existencia, ya acumulamos en el recuerdo involuntario instantes de veranos disgregados, cosidos –como un libro antiguo– por el lomo, daguerrotipos en los que uno se ve a sí mismo huyendo del sol para cobijarse tras un árbol, escenario de los primeros encuentros salvajes. Los veranos eran el momento en el que uno soñaba con tener –y con hacer– todo aquello que no podía. Pasa el tiempo mientras esperas que esta vieja aspiración se cumpla. Todos los años nos quedamos con las ganas. Crecer consiste en aceptarlo.

Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía 

[31 mayo 1996]

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Ilustraciones: Daniel Rosell