El tiempo gasta bromas crueles a las que llamamos coincidencias. Quizás no lo sean. Sevilla ha ignorado conscientemente durante los pasados meses el vigésimo aniversario de la Exposición Universal, el evento que, según los estudios de opinión, los propios sevillanos consideran el más importante que ha ocurrido en la ciudad durante el pasado siglo XX. Nada más cumplirse tal efeméride, a la que en instancias oficiales apenas si se le dio importancia, se reabre de nuevo la discusión (relativa) sobre la viabilidad empresarial de Isla Mágica, el parque de atracciones que inventamos (unos más que otros) para intentar dar cierta continuidad temporal a la Muestra Universal. No es una discusión nueva. Más bien se trata de un clásico tema recurrente: prácticamente desde el origen del proyecto, cuando el 93 parecía una cifra tan moderna que incluso se le ponía a las empresas públicas como denominación social, las incertidumbres sobre su viabilidad empresarial han acompañado al parque temático de Sevilla en su irregular trayectoria.
Tan eterna controversia (el asunto es casi un subgénero en los periódicos locales, aunque hay quien no lo domina demasiado) no ha conseguido que el recinto privado que heredó la parte más noble de la antigua Expo 92 sea económicamente viable. Autónomo. Isla Mágica dejó de ser mágica (a efectos bancarios) casi desde el mismo día que abrió por vez primera sus puertas. Si sigue funcionando únicamente es porque la ciudad, sus instituciones, creen que su cierre hubiera supuesto una catástrofe mayor (en términos de imagen) para todos. Sobre todo para los políticos, lo que explica que nunca hayan dejado de alimentar desde el primer día la eterna correa del subsidio, bien en forma de ayuda directa o indirecta. A través de los presupuestos públicos o gracias al antiguo y omnisciente instrumento financiero del poder político sevillano: las cajas de ahorro unidas bajo la marca Cajasol. Puede que me falle la memoria (uno va cumpliendo trienios que nunca jamás cobró), pero no recuerdo que haya otra empresa sevillana abierta que haya recibido más plazos, quitas, condonaciones de deuda y ayudas directas que el parque de atracciones de la Isla de la Cartuja. Una tónica que en los tiempos que corren parece llamada a terminar. Sencillamente porque no hay dinero y ya cerraron hace cierto tiempo Altadis y Astilleros, nuestras dos industrias patrias con más tradición, dejando a la hostelería, a los hoteles y a los comerciantes como principales y casi únicos responsables de la riqueza de la ciudad. Así nos va.
La nueva dueña de Sevilla (la Caixa), a cuyos intereses comienza a postrarse, si es que no lo ha hecho todavía, casi todo el panorama oficial de la ciudad y alrededores, ha decidido poner formalmente en venta el parque, lo que puede ser el preámbulo de un hipotético cierre si la Junta de Andalucía (que, como todos, necesita dinero) no acepta conceder una nueva rebaja en el canon económico que la empresa paga por ocupar los suelos donde se levanta el recinto lúdico. La decisión de la Caixa es impopular y coincide en el tiempo con el risible cambalache del CaixaFórum de las Atarazanas. Ambas cuestiones han situado a la entidad financiera catalana en una posición (relativamente) comprometida ante la opinión pública sevillana. La muleta política que le puso en suerte el alcalde Zoido (Juan Ignacio) no le ayudó demasiado en el difícil trance, sino que más bien ha terminado por amplificar un cierto sentimiento de afrenta colectiva entre muchos sevillanos. Hasta el límite de que estas dos decisiones se valoran ya abiertamente con tintes políticos y territoriales que no vienen demasiado al caso. El dinero nunca tuvo patria, sino dueño. Y por eso es capaz de comprar todas las voluntades y todas las voces que sean necesarias. ¿Alguien lo duda?
Con independencia de lo que finalmente ocurra con el recinto lúdico de la Cartuja, lo cierto es que su crítica situación se erige de nuevo en una metáfora negra de la implacable decadencia económica de Sevilla. A pesar de las luces navideñas que ha instalado el Ayuntamiento en las calles para simular una alegría que no existe, todo se parece demasiado al derrumbe general que siguió a la mítica e histórica Carrera de Indias. Sevilla, tan habituada a la celebrar lo superficial, lo banal, ciudad canónica de la arquitectura efímera, tiene en Isla Mágica un espejo traidor que le recuerda que prolongar en el tiempo los viejos momentos de esplendor es imposible. Todo pasa. Y suele ir a peor.
Tras la zozobra que cada cierto tiempo acompaña la vida del parque temático no deja de desprenderse la misma cosa: el fracaso de la obstinación institucional de revivir a escala menor aquella Exposición Universal que ya sólo nos causa una hondísima nostalgia. Es cierto. La Muestra transformó (con todos los elementos en contra, sobre todo el paisanaje local) el esqueleto urbano de Sevilla, pero no trastocó demasiado el alma perpetuamente quieta de la ciudad. La melancolía bondadosa se ha evaporado. Ya ni siquiera es un consuelo. El parque de atracciones de la Cartuja jamás fue un negocio rentable. Su posterior transformación fallida en inmobiliaria (gracias al Plan General que tanto censura el PP) tampoco le permite una mínima autonomía financiera. Siempre ha ido contra-ciclo: llegó tarde a la etapa dorada de los recintos de atracciones y la debacle inmobiliaria, motivo de la crisis actual, le cogió ya sin inversores. No sé si sobrevivirá o morirá. Prefiero lo primero: las familias que dependen del parque necesitan vivir. De cualquier forma, lo que parece inevitable es que su futuro será languidecer, como ocurre en tantos otros sitios y empresas. Los sueños del 92 cada día quedan más lejos. Sólo nos queda el agujero negro del futuro. Un porvenir sin payasos, sin lagos y sin fantasía. Mismamente el infierno, tan temido.
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