Dos cosas identifican a los escritores que han trascendido a su propia muerte, instalándose en esa suerte de columpio tiránico que llamamos posteridad. Primera: que la gente conozca, aunque sea de forma vaga, su universo sin haberlos leído. Segunda: que su nombre, o en su defecto el de cualquiera de sus personajes, inaugure un adjetivo. Son muchos, diríamos que demasiados, los llamados a esta alta gloria y escasísimos los elegidos. Le sucedió, sin duda, a Borges. Y, antes, a Kafka y a Pessoa. No significa que sean los más grandes –a excepción del maestro argentino–, pero sí evidencia que su mirada sobre el mundo trasciende lo meramente narrativo para instalarse, acaso durante mucho tiempo, en el ámbito de la categoría cultural. Son escritores con una marca (dicho sea de forma irónica) perfectamente reconocible. En el caso de James Graham Ballard (1930-2009) esta ley de la diosa fortuna se cumple sólo a medias.
Las Disidencias en Letra Global.