“La literatura no es un mero juego de palabras; lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas”. Jorge Luis Borges concebía la escritura, antes que cualquier otra cosa, como una forma de arte (expresivo) basada en la sugerencia. Una suerte de vislumbre. Esa forma singular de expresión que alcanza a decir bastante más y durante mucho más tiempo de lo que en apariencia enuncia. Lo más parecido al misterio de la creación al que puede acercarse un hombre que trabaja, sufre y disfruta en silencio y, probablemente, sin excesiva esperanza de ser algún día leído o, mucho menos, comprendido por completo. Del escritor argentino, que es el centro de canon de la literatura en español del siglo XX, y que por fortuna conserva una influencia más que evidente en el curso de esta nueva centuria de la que ya hemos consumido una cuarta parte, tenemos una imagen (pública) que lo liga con Homero –por la figura del viejo poeta ciego– y unos libros, reunidos en su obra completa y en los proyectos literarios en colaboración con Adolfo Bioy Casares, que lo retratan, a primera vista, como un genio infalible. Nos lo imaginamos como un escritor dotado de la venerable sabiduría de que atesora la tradición que le precede y capaz de adelantarse a un porvenir que no vivirá. Y, sin embargo, los métodos de composición del maestro argentino fueron en muchos casos antagónicos a estas convenciones. Borges era un ser muy terrestre.
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