La etimología, por decirlo a la manera del mejor Borges, es también una variante más (en este caso, noble) de la literatura fantástica. Cuando nos preguntamos por el origen y la evolución de una palabra es como si trazásemos el arco completo de una vida (ajena) que, sin embargo, sentimos que nos pertenece, aunque sea de forma lateral. Todos hablamos y escribimos –sin sospecharlo– con las palabras de los muertos. Nos confesamos en un idioma heredado que consideramos inequívocamente nuestro. En el fondo, la literatura no es más que el intento de gobernar este legado idiomático, embridándolo hasta convertirlo en una dicción personal. Suele atribuirse a los grandes escritores –principalmente a los catalogados en la sección de (altos) barrocos y (bajos) letraheridos– el dudoso mérito, que no siempre equivale al talento, de crear un determinado patrón lingüístico y expresivo, algo que dista mucho de ser lo mismo que tener un estilo. Así, por ejemplo, decimos que Shakespeare hizo el inglés –hasta entonces una lengua ruda y extraña– y Cervantes, nuestro infalible semejante, creó ese soberbio español que es capaz de conjugar la piedad con la ironía y el humor con el drama. No se repara tanto, sin embargo, en la capacidad que tienen algunos columnistas de prensa para forjar el lenguaje cotidiano con su sermón de cada día.
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