Vivimos encadenados a ciertos lugares del mismo modo que a veces nos sentimos atados para siempre a personas concretas, ya sean próximas o unas absolutas desconocidas. No es porque elijamos de verdad, en serio, los espacios en los que vamos a habitar o podamos seleccionar con libertad las almas que nos corromperán, justo después de habernos hecho felices, sino porque no existe una vida que no incluya la búsqueda persistente de un refugio. Tampoco son verdaderas todas las familias emparentadas por los lazos de la sangre. Existen otras: las que creamos a través del afecto anónimo o gracias a la imaginación, las lecturas y las vivencias. El escritor mallorquín José Carlos Llop (Palma,1956) es un ejemplo. No lo conocemos de nada y, sin embargo, cada vez que lo leemos tenemos una extraña sensación de familiaridad. Como si compartiéramos con él ese viaje interior, plástico y sensorial, cargado de sugerencias, que ha hecho por algunos de los escenarios de su vida en Si una mañana de verano, un viajero (Alfaguara), un libro que puede entenderse como un hermoso cuaderno de recuerdos, una gavilla de testimonios familiares o una colección íntima de desahogos –acaso también el borrador adelantado de unas hipotéticas memorias– pero que, además de todas estas cosas, es un ejercicio de sanación. Una forma de consuelo ante la gran herida: el paso del tiempo.
Las Disidencias en The Objective.