Es ley de vida. Todas las generaciones que en el mundo han sido –y serán– acostumbran a embellecerse a sí mismas. Lo habitual es que lo hagan, como diría el grandísimo Baroja, desde la última vuelta del camino. Justo antes del crepúsculo. En las dulces y, al mismo tiempo, amargas vísperas de las postrimerías parece natural hacer un balance de lo que se ha sido para poder contrastarlo con lo que uno (cree que) es. El ejercicio no siempre resulta agradable pero, sin duda, se antoja obligado, siquiera porque todas las vidas necesitan fabricarse, aunque sea a posteriori o mediante una coartada de orden ficcional, un determinado sentido. Lo anómalo, incluso diríamos que patológico, es que semejante acto de vanidad extrema se practique ya durante la misma juventud, cuando por mucho que el cuerpo responda a la perfección a los impulsos biológicos la sesera aún se encuentra colonizada por la ingenuidad y la noción de realidad, esa gramática parda que nos ayuda a comprender en qué consiste la vida, en la mayoría de los casos no sea sino un paisaje incompleto.
Los Aguafuertes en Crónica Global.