A don Ramón le han puesto esta semana una bufanda, que no corbata, atuendo considerado burgués y aristocrático, para celebrar el Día Mundial de Teatro. Don Ramón, esteta gatuno, altivo y desdeñoso, miraba siempre por el pueblo, por lo que elegir para él una bufanda es más acertado que cualquier otro ornamento textil. La bufanda, ya se sabe, tiene más literatura (decadente, mayormente) que la corbata, que tan sólo es un triste colgajo de elegancia reaccionaria. La bufanda, en cambio, tiene mucho de bohemio, como si el tejido fuera una suerte de anacronía laica. Vamos, que lo de la bufanda queda mejor en el caso de un viejo escritor, como es el caso.
El bufandeo (como homenaje o tributo) se ha convertido en tradición en la capital del Reino, que en lo tocante a conmemoraciones se maneja de forma más sobria que las provincias, donde predomina el barroquismo innecesario e infantil y, en ocasiones, la pura ordinariez mayestática. La elegancia conviene mostrarse, pero que no se note en demasía. A ciertos pueblos meridionales esto les resulta imposible: prefieren que se note mucho precisamente la falta de elegancia. Cuentan los habituales al ritual bufandesco que todos los años, una vez puesta sobre la estatua del padre gallego del castellano, la bufanda en cuestión desaparece de la pétrea imagen del dramaturgo manco. Se trata de otra vieja tradición española: robar lo que se tiene a mano, amparándose en los fríos invernales del Paseo de Recoletos, neutrales para cualquier efigie de piedra.
Valle es el patrón de la profesión teatral. No deja de ser algo curioso: el santo del oficio de las tablas, degenerado desde hace tiempo en lo que los modernos denominan montajes y perfomances, sigue siendo un escritor. Demos gracias al señor: los engreídos directores de escena no han sido capaces aún de arrebatarle tal honor al gallego, un maestro en el arte de las máscaras. El teatro es la literatura puesta en escena, porque no hay arte teatral sin un texto en el que apoyarse, lo mismo que cualquier un guión cinematográfico requiere un hilo narrativo, una estrategia, un texto madre, aunque sólo sea para después no hacerle caso en lo retórico. La literatura no se sostiene sobre la nada: sus puntos de apoyo son las palabras.
En el mundo del teatro contemporáneo hay muchos, demasiados, que no profesan excesivo amor por la figura de los viejos dramaturgos. Es una cuestión de envidia esencial: éstos les impiden gozar del protagonismo que ambicionan para sí mismos. Los directores y los actores se aliaron hace tiempo para desplazar del estrado a los autores, como si fueran instrumentales o utilitarios. O los marginan en los carteles o directamente los suplantan, como si fuera menos escribir teatro que interpretarlo.
Esta percepción de las cosas no ha sido nada buena para el arte teatral, que no es mejor que antaño por la cantidad de compañías ni de cómicos que tenemos (subvencionados, casi siempre), sino por la calidad de nuestros escritores dramáticos. Se percibe en las funciones: la gente acude confiada a ver una obra de teatro clásico y se topa de repente con un director que decide reinventar a una novela –como si no hubiera textos dramáticos suficientes– o una compañía entregada al onanismo actoral. Es natural que el respetable salga cabreado del trance y mentando a la familia del director de la cosa. Nada es peor que la tortura escénica.
Ponerle una bufanda a don Ramón tiene algo de conjura de este mal. Aunque puestos a regalar bufandas para el frío sería mejor extender la costumbre en favor de los pocos dramaturgos que nos van quedando, que tienen que quitarse el frío a puñetazos y huyen del hambre con ocupaciones que les permitan atenuar la creciente marginación de aquellos que dicen pertenecer a su propio oficio. No hemos tenido la suerte de tener otro Valle Inclán, pero sí contamos con ramones menores, en crecimiento, que intentan que la bendita llama del teatro literario –el adjetivo es una obligación en estos tiempos de la posmodernidad– no se pierda. En el principio fue el verbo, dice la Biblia. Y al final, también.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[31 marzo 1995]
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