No hay nada peor que un converso. Sobre todo si es reciente. Desde los tiempos de Paulo de Tarso, después conocido como San Pablo gracias al bautismo definitivo de la iglesia, que en esto de las denominaciones sabe latín, se conoce que quienes desprecian la fe pueden ser, llegado el caso, sus principales difusores, divulgadores y exégetas. Depende de la necesidad. No de la fe, claro, que no tiene ninguna, sino del heraldo, que es quien en esto del entusiasmo dogmático más cuenta. La literatura del Siglo de Oro español, tan útil para entender el presente por el que transitamos, está llena de episodios en los que la obsesión por la limpieza de sangre (después materia de la teoría de los linajes, tan sevillana) termina siendo una comedia bufa, aunque a veces esté teñida por la tragedia, en la que aquellos que no disfrutan de dicha condición resultan ser los más exigentes y crueles con sus iguales, casi siempre en un intento (vano) por ocultar su propia procedencia. Según algunos historiadores, esta perversión (exagerar una posición distinta a la natural para ocultar los orígenes) llegó en su momento hasta la cima de la propia Inquisición, lo que no deja de tener mérito. Con razón se dice que España fue un país de conversos. Todo el mundo predicaba aquello en lo que no creía. En Sevilla todavía ocurre.
A Zoido (Juan Ignacio) le está pasando lo mismo con su obsesión (relativa) con el patrimonio histórico de la ciudad. Fue después de un célebre viaje a San Petersburgo (antes Leningrado), que es donde debió ver la luz divina, probablemente porque allí, en ciertas épocas del año, el sol todavía se percibe hasta bien entrada la medianoche. Viajó el regidor para conseguir una gesta: convencer a la Unesco de lo contrario de lo que él mismo venía sosteniendo durante años (en su etapa en la oposición) y decidió a partir de ese instante convertirse en guía y luz de todas las ciudades patrimoniales del mundo. Todas. Desde luego, no hay nada como la voluntad. Si no quieres sopa, dos tazas.
El alcalde trató así de convertir una incoherencia personal en un triunfo político. Curioso movimiento. No ha sido la primera vez y no será la última. Se ve que el episodio va camino de convertirse en costumbre. El método: pregonar, por los cauces habituales, catequéticos incluidos, lo contrario de lo que se defendió en origen; en este caso, que había salvado a Sevilla de perder su sello patrimonial cuando lo que hizo fue abandonar, in extremis, el bando de los que veían a la Torre Pelli como el edificio de los siete pecados capitales. En realidad, no nos salvó de nada. Fuimos agraciados por el creciente desprestigio de la institución cultural internacional, que después de meses sosteniendo una posición determinada decidió perdonarnos la vida porque el (supuesto) mal ya estaba hecho. Como si el resultado de un pecado lo convirtiera en virtud. Algo tendrían que ver también los conseguidores, cuya factura todavía no se ha aclarado (¿cómo era aquello? ¿luz y taquígrafos?). La famosa torre de la incoherencia mide ya más que la Giralda y se atisba, en un día con el cielo despejado, desde Castilblanco. De los arroyos.
Desde ese día, el patrimonio (como recurso retórico) se ha convertido en uno de los ejes del discurso político municipal. Inciso: no deja de ser un acto de generosidad por mi parte el hecho de considerar discurso la suma de ocurrencias del gabinete de asesores que marcan los pasos del regidor. Todas las decisiones recientes del gobierno local se explican ya en función de este único aleph. ¿Lo dudan? Por defender el patrimonio Zoido decidió hacer naufragar el CaixaFórum de las Atarazanas (que en realidad recuperaba los astilleros medievales, ahora sin futuro cierto) y por amor a la Sevilla histórica volvió a resucitar, más de un año después del primer patinazo inicial, la discusión sobre la estética (no digamos belleza, que es un término idealista y el alcalde es un hombre pragmático) de las farolas de la Plaza del Pan. Se ve que el tema le interesa. Debe ser porque es un asunto capital.
Hoy se ha cumplido el aniversario de la declaración como Patrimonio de la Humanidad de la zona de Sevilla formada por la Catedral, la Giralda y el Archivo de Indias. Motivo por el cual el alcalde decidió que era necesario ponerse a sí mismo la alfombra roja y conmemorar tan importante efeméride. Ha contado con la visita del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el sustento espiritual del arzobispo hispalense, habitual ya en los actos protocolarios de la Muy Leal y Muy Noble. Los tres nos han iluminado con sus correspondientes visiones sobre la importancia del mejor cahíz de la tierra, como los sevillanos del Renacimiento -que aquí fue tan breve como virtual, como tan bien explicó Vicente Lleó en su ensayo Nova Roma– llamaron al recodo que forman los tres principales monumentos de Sevilla. El alcalde habló del «esplendor español» (gallardamente, es de suponer), Rajoy asintió al motivo épico y monseñor volvió a recordar el papel «catequético» de la obra de la Catedral, el monumento gracias al cual los sevillanos presumen de locos magníficos siendo en realidad dementes algo más mediocres.
Sevilla lleva inmersa en debates sobre su patrimonio desde finales de los años setenta. Antes estas cosas aquí ni se comentaban: la modernidad consistía en aparcar bajo el arquillo del Ayuntamiento. En este aspecto Zoido no ha inventado nada, sino que se suma a una corriente de opinión, muy sevillana, que suele vindicar la Sevilla evaporada justo después de haberse aprovechado precisamente de su desaparición. Son cosas que pasan: primero se destruye y después de defiende lo destruido como si la destrucción no tuviera autor. El alcalde, en su afán mayestático, ha prometido ampliar la declaración patrimonial de la ciudad (la de la Unesco) para incluir el barrio del Arenal. Alguien debería explicarle dos cosas: el Compás de la Mancebía caía por allí (es por tanto territorio poco cristiano, regidor) y en la época de las Indias el Arenal realmente no existía como barrio, salvo la zona conocida como el arrabal de la Cestería. Era un puerto de arena.
La metáfora, sin embargo, resulta pertinente: el grado de exageración ha llegado al extremo de intentar proteger lo que nunca existió. Notable, desde luego. El patrimonio histórico de Sevilla, que es un tema capital para entender la ciudad, queda así reducido a un mero argumento político de ocasión, sin análisis, reflexión o convicción alguna. Sin el más mínimo rigor. Sevilla lleva más de dos décadas elaborando planes y catálogos de protección del Conjunto Histórico mientras el Ayuntamiento concede licencias que, por la vía de los hechos, han destruido por un lado lo que por otro, sobre el papel, quedaba teóricamente blindado. Más: hasta hace apenas unos años la ciudad no tenía siquiera establecido marco patrimonial alguno para el corazón de la propia urbe histórica. Algo nada casual.
Los grandes monumentos, por fortuna, todavía resisten. Pero no es un mérito municipal, sino autonómico. La Junta es quien, en ejercicio de sus competencias, dictamina sobre este particular. Lo que sí se ha destruido es otro tipo de patrimonio urbano. Acaso tan importante como el mayestático: el caserío. La ciudad diminuta. Todo el tejido urbano que servía de asiento a los grandes hitos arquitectónicos hispalenses: edificios civiles, palacios, residencias. El contexto que explicaba la ciudad histórica. Lo que permitía la permanencia de las fotos antiguas, en sepia, que tanto gustan a algunos prohombres.
Toda esta herencia, vinculada por vía directa a la arquitectura popular, que es la que se hace sin arquitectos y sin dinero, y que era magnífica, es la que ya casi no existe. Ni perdura. No sé cómo vamos a convertirnos en una urbe patrimonial de referencia mundial con estos antecedentes. O dada la nefasta calidad de las obras municipales. O defendiendo todavía iniciativas tan aldeanas como colonizar los espacios públicos de estatuas innecesarias concebidas exclusivamente para pagar los favores de los propagandistas de la nueva iglesia. Podemos seguir presumiendo, dando la chapa e insistiendo en la eterna catequesis. Como queramos. Pero el verdadero mensaje evangélico (patrimonial, en este caso) lo tenemos bien olvidado.
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