Cortázar dice en uno de sus relatos que para él era una especie de distracción. Salir a la calle en busca de enemigos a los que cazar. Uno de esos pasatiempos a los que nos consagramos no sabemos muy bien si porque en ellos encontramos el equilibrio que a diario nos niega la vida o por pura indolencia, esa enfermedad de los domingos después del almuerzo, cuando la sobremesa no es un regalo, sino una condena. En los tiempos modernos, las distracciones son legión. Hay opciones múltiples y absurdas. La gente, por supuesto, hace lo que quiere. Faltaría más. Otros nos conformamos con lo que buenamente podemos: la frontera entre los deseos de tiempo libre y su ejercicio efectivo, como casi todo, la fija el dinero. La oferta es tan extensa que hay que seleccionar. Y, aunque la lectura sólo es una más de las opciones posibles, sigue siendo nuestra fórmula preferida: es un vicio relativamente barato, duradero y satisfactorio.
Por lo general, no nos asustan los libros grandes. No es la norma: los volúmenes literarios han ido adelgazando a marchas forzadas. La extensión de un libro no es sinónimo de calidad. Tampoco es señal de trascendencia, entre otras cosas porque publicar ya es un hecho tan banal que lo que realmente da prestigio (literario) es no hacerlo o limitar la producción a los proyectos en los que uno se deja de verdad la vida. Publicar sin mesura es como cantar en play-back: el día que realmente lo vas a hacer en directo nadie te escucha. Se dice que la literatura ha perdido en estos tiempos su antigua condición de arte sagrado. No parece que haya sido para mal. Considerar los libros como si fueran misales revelados por Dios es tan absurdo como encontrar genial que un escritor maneje la sintaxis de forma aceptable.
Los libros son igual que las piezas de un puzzle: construyen nuestra existencia. Por separado tienen una utilidad limitada; juntos, dibujan nuestro carácter. No son (ni deben ser) objetos de culto, como escribió hace poco Haro Tecglen. Todos tienen un autor –el Padre– un narrador o un sujeto poético –el Hijo– y un lector que, dada la profusión de oferta, es un ser tan extraño como el Espíritu Santo. La Santa Trinidad tampoco es una garantía de éxito: ante cualquier libro conviene ser un ateo con un intenso sentido crítico. Eso es leer. Hay quien sólo espera de las novelas, los cuentos o la poesía entretenimiento. Es lícito. Pero los lectores militantes –que no militamos en ningún otro club– buscamos otra cosa. Ni mejor ni peor, distinta. A ratos, iluminación; siempre, reflexión; ciertos días difíciles, identificación.
La poesía es un género al que se acude en edades muy determinadas: de joven y de viejo. Cuando el suelo se tambalea. En la madurez se buscan las grandes obras, aquellas que requieren un cierto poso vital para poder ser disfrutadas. Aunque lo mejor es coger un libro cualquiera, abrirlo y descubrir(te). Cuando te encuentras de una forma u otra dentro del texto, la literatura cumple su cometido: hablar de todos contando lo que le ocurre a un solo sujeto. Este placer sólo lo dan los libros de cabecera: los textos de nuestra vida. La biblioteca de un hombre dice más de su carácter que su currículum, igual que los fracasos descubren nuestra verdadera personalidad mejor que los premios.
A mí me ha pasado con pocos títulos: la Trilogía de Madrid, de Umbral, El Quijote de Cervantes, Rayuela de Cortázar, El mundo de ayer de Zweig, Baroja al completo, la poesía de Bukowski, los sonetos de Quevedo, las letras de Dylan o la opera omnia de Valle Inclán. También, por supuesto, con todo Pla y Chaves Nogales. Ciertas cosas de Cela, el Lorca de las metáforas agresivas, la ironía de Nicanor Parra y los artículos de Roberto Arlt forman parte del santoral íntimo. Son elecciones caprichosas. Y, siempre, discutibles, aunque para aclarar la disputa sería necesario celebrar un duelo. En estos libros uno aprende que, en el fondo, a todos nos pasa lo mismo: nos pasamos la vida buscándonos. Con la permanente avalancha editorial es complicado encontrar libros que nos mejoren la vida. Pero, de vez en cuando, merece la pena salir a cumplir con el ritual de la caza florida: buscar, en general en librerías de viejo, esos libros donde reposan, esperando a ser descubiertas, secretas balas de plata.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[21 de Febrero de 1997]
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