Ahora que se ha puesto de moda hablar del famoso sorpasso, uno prefiere escribir de cómo un muchacho de Úbeda, tan lejana y sola como la Córdoba de la Canción del Jinete de Lorca, alcanzó la cumbre literaria en siete pasos. Hablo de Muñoz Molina, por supuesto. Un autor al que los astros acompañaron en el camino, impulsado siempre por las casualidades y el generoso viento de la diosa fortuna, que terminó sentándolo en la Academia. Muñoz Molina siempre ha ido por la vida –literaria– como un tipo absolutamente normal. Todo lo contrario a lo que se supone de la figura de un escritor.
En el mundo de las letras patrias todavía se guarda una extraña devoción inexplicable a la vieja estampa del escritor romántico, el que se da importancia, el engreído, el sabihondo que te pregunta de pronto: ¿Habrás leído Cántico, supongo? Forman un ejército de verdaderos insoportables. Muñoz Molina no pertenece a esta ralea. Ni siquiera parece un escritor, sino un carpintero holandés que fabricase juguetes en una cabaña. No ha creado su propio personaje literario basándose en sí mismo, aunque sus novelas tengan un notable elemento biográfico. Tampoco ha convertido a ese muchacho gordito que fue en sus comienzos en un motivo adoración pública. Todo lo contrario. Escribe historias de gente normal para gente normal. En eso consiste su atractivo. O, al menos, el de sus primeros libros, que leídos en edad tierna son deslumbrantes y con el paso del tiempo se nos revelan tan imperfectos como la vida.
La gente corriente hace cosas extraordinarias incluso en el campo de la literatura. Es su caso: Muñoz Molina no tuvo miedo en su momento a enfrentarse, en campo abierto, a determinados tótems de la escritura nacional que, para desgracia de todos, seguían identificando la literatura con un club cerrado. Algunos eran tíos importantes. Demasiado importantes. Tanto que lo querían moler a palos. El escritor ubetense, madurado en los fríos de Granada, no entró nunca en la categoría de escritor genial pero pobre ni en la de rico pero malo. Ni una cosa ni la otra. Tenía un único rostro, no una careta para cada ocasión, y una gavilla de libros publicados, unos mejores que otros, que demuestran que su vocación por la escritura no es un capricho coyuntural, sino algo esencial.
Desde la provincia abrió un camino que ahora es cumbre, aunque durante mucho tiempo sólo fue una escalada perpetua. Trabajó duro, pero gozó de la inmensa suerte de los sencillos. La nomenclatura editorial se fijó en él más que en otros excelentes escritores de su generación y penetró pronto dentro del círculo de los elegidos. Es de suponer que unos vieron en sus obras la posibilidad de hacer pasta y otros un trabajo literario de alcance. Muñoz Molina vendía tan bien como escribía. El invierno en Lisboa lo situó en el circuito después de dos libros de bisoños artículos provincianos y una novela –Beatus Ille– que no fue leída hasta su posterior reedición, cuando gozaba de cierto prestigio que, en términos editoriales, preferimos llamar rentabilidad.
Su prosa es de cadencia lenta, demorada, evocativa, muy trabajada, subordinada, fruto de la síntesis personal de un caudal de influencias que van de Stendhal a Onetti, pasando por la novela de suspense, el film noir y los cuentos familiares. Todo junto fecundó un territorio novelístico propio que no es físico, sino mental: la hirsuta vida de la provincia periférica, donde los soñadores tienen algo de prosaicos y la grisura de la realidad contrasta con el inmenso tamaño de nuestras esperanzas, que diría el gran padre Borges. Mágina no era Macondo ni Santa María, pero prometía. Tanto como para convertirse con el tiempo en el reclamo turístico de Jaén, la Andalucía interior, olvidada tanto por el centralismo del Norte como por el del Sur.
El mayor mérito de un escritor no consiste –sólo– en ser capaz de crear un universo o una telaraña estilística con la que poder destilar la realidad, los recuerdos y las obsesiones. Necesita también que sus lectores, preferentemente los contemporáneos, porque son los que va a conocer en vida, lo reconozcan y lo busquen, aunque sea en vano, por los caminos que abren los libros. Muñoz Molina ha demostrado que es capaz de hacerlo dentro del estricto margen de la literatura, cuyo objeto no es hacernos mejores, sino crear buenas historias, que es otro método para llegar a ser quienes queremos ser, y contarlas bien, confiando en la inteligencia de quien y en la claridad de las palabras. En el poder infinito de la fábula. Parece suficiente para tener el título de académico, siempre inferior al de escritor.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[16 junio 1995]
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