Una de las características de las sociedades insatisfechas, aunque rebosen prosperidad en comparación con aquellas que las predecieron, es en ellas cada día se anuncia una revolución cultural. La modernidad, nacida como la tradición de la ruptura, según la afortunada definición de Octavio Paz,se ha convertido en una bulimia de pantallas, teléfonos móviles, conectividad, redes (de intereses) que no descansan y eso que algunos llaman la economía de la atención, un mercado donde el producto somos nosotros y el tiempo el germen de un sinfín de negocios. A juicio de los optimistas, vivimos en un mundo idílico, rodeados de constantes estímulos sensoriales y psicológicos que nos permiten –esto lo decía Escohotado– llevar en el bolsillo, gracias al asombro cotidiano de la tecnología, todo el conocimiento universal. No está tan claro, sin embargo, que el alud de datos –personales y comunitarios– con el que lidiamos todos los días sea exactamente sabiduría. La habilidad no equivale a la técnica. Y contar con una biblioteca, por decirlo a la manera clásica, permite deleitarse con la cultura, pero no la garantiza en absoluto. Los libros, además de servir para los desfiles de Sant Jordi, deben leerse para que cumplan su verdadera función. No son artículos de una boutique.
Los Aguafuertes en Crónica Global.