La discusión sobre las relaciones edípicas entre el cine y la literatura no acabará jamás. Hay que acostumbrarse. Cada equis tiempo saldrá alguien que se propondrá desentrañar el porqué de los eternos conflictos entre dos artes cuya única conexión es la sustancia narrativa, y cuyas divergencias son mucho más numerosas de lo que el común de los mortales piensa. Versan, casi siempre, sobre sus distintos lenguajes.
Al cine y a la literatura, perdónenme el símil, les ocurre igual que a la prensa escrita con el resto de medios: apenas si se parecen a pesar de nacer de un mismo tronco, que es el afán por contar historias. La estética es la clave de casi todas las cosas valiosas. El estilo es la esencia del arte. Por tanto, cualquier elucubración sobre las adaptaciones literarias a la pantalla, o las diatribas sobre si una buena novela es traducible al mundo cinematográfico, no tienen más sustento que el que uno, por entretenerse, quiera prestarle a una discusión que jamás dejará de ser bizantina.
Esta introducción, que uno quisiera humilde y modesta, viene a cuento de algo que he leído estos últimos días: la moda de transformar los libros en carteleras de estreno. Se dice –lo dicen muchos– que este fenómeno se debe a la ausencia de buenos guionistas dentro de la industria. El guionista, ya se sabe, es ese señor que se pasa tres meses encerrado escribiendo el armazón de lo que después, tras esa operación circense que es un rodaje, se convertirá en una película. El guionista, o sea, es aquel tipo a quien se le paga para que escriba algo que en la mayoría de los casos será modificado en función de los caprichos del director, los actores o el productor, que es quien maneja los cuartos y el jefe del invento.
De guionistas, por cierto, está el mundo lleno. No digo ya de oficiantes similares en calidad a Faulkner, a quien en Hollywood daban palmadas en la espalda para que –cito de memoria– “escribiera o adoptara guiones con esas palabras tan bonitas que usaba”, sino de toda esa pléyade de jóvenes –y no tanto– adorantes del arte de la pantalla, escritores hambrientos que, vista la triste realidad del mundo editorial, están dispuestos a someterse al sacrificio o sacrificarse ante la hermana más temible del género audiovisual: la televisión.
Uno, que suele ser pesimista, está convencido de que talento es lo que sobra entre muchos de ellos. Lo único que ocurre es que nadie quiere pagarlo. Aquí justamente radica el gran problema: los productores prefieren no apoyar historias escritas por desconocidos. Buscan autores seguros, cuya capacidad de generar dinero esté demostrada. Poco les importa el talento del novato, que puede ser un maestro. Si no tiene nombre, ni pila bautismal que lo acoja, no hay nada que hacer. Por eso mismamente resulta bastante gracioso que algunos personajillos nos salgan diciendo ahora que no tienen más remedio que destripar los libros de García Márquez, Pérez Reverte o Muñoz Molina por falta de alternativas.
El riesgo empresarial, y el cine no es más que un negocio donde el arte y el beneficio deberían estar equilibrados, es el que justifica la ganancia. Eso dice la teoría económica. Pero aquí nadie se arriesga a testar al talento hasta que lo ha hecho otro. Los guionistas, queridos productores, hay que pagarlos. Si nadie va a hacerlo no es extraño que el cine se resienta o, lo que es peor, se repita tanto como la condena de ir a una sala que siempre huele a palomitas.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[25 noviembre 1994]
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