El ensayo literario no es un género fácil. Se aleja bastante de lo que pudiéramos llamar literatura accesible al lector medio. Suele hacerse, casi siempre, por y para especialistas. Y practica, con frecuencia, los tres grandes pecados de lo académico: pesadez estilística, excesiva erudición y detallismo huero. Por eso cuando uno encuentra un libro sobre literatura que le descubre senderos desconocidos o ciertas facetas de un estilo –un escritor no es más que un arquitecto verbal– no puede sino pellizcarse en prevención de que tal inusual descubrimiento sea incierto, inverosímil o irreal. Un espejismo provocado, como le sucedía a Alonso Quijano, por las excesivas horas de lectura robadas al sueño.
Un buen ensayo literario va siendo como un epifenómeno o como un niño prodigio: algo que sucede una de cada cien ocasiones. Por fortuna, una de estas excepciones ha elegido la obra de Julio Cortázar como motivo. Se trata de La isla final, un texto editado por Ultramar Editores, sello radicado en Barcelona y que no suele aparecer en los grandes periódicos porque, probablemente, aunque les sobra talento, le falten los contactos necesarios. Siendo un volumen avalado por tres de los grandes expertos en la obra del escritor argentino –Jaime Alazraki, Ivar Ivask y Joaquín Marco–, La isla final no acusa ninguna de las heridas del mal academicismo. Es un libro llano y, al mismo tiempo, riguroso, completo, perfectamente armado, un ejercicio misceláneo donde los textos sobre Cortázar se alternan con piezas de su propia pluma, conferencias, escritos laterales y deliciosas digresiones en las que el escritor aparece sin caretas, hablando de sí mismo con una sinceridad que, tratándose de quien se trata, reconforta.
El libro, en realidad, es un compendio de estudios, una colección de naufragios literarios que nos dirigen a esa isla autónoma que es Rayuela, la novela que es la Summa Teológica de la literatura del gigantón argentino. Justamente a la novela-puzzle de Cortázar están dedicados la mayoría de los ensayos del libro, empezando por una reflexión de Alazraki sobre la última casilla de su estructura y siguiendo por la meditada lectura que Andrés Amorós hace de su totalidad. Eros Ludens nos enseña los juegos de amor y humor presentes en la fábula de la Maga, puente entre las contradicciones del hombre moderno. Después aparecen incursiones en El Libro de Manuel o de 62, Modelo para armar.
Los temas de Cortázar son infinitos, porque su idea de la literatura como juego, experimentación y vanguardia nos lleva a territorios sorprendentes. Del erotismo al vampirismo. Bien pensado, tampoco son cosas opuestas. Por supuesto, salen París, Buenos Aires, el lado de acá, el lado de allá, el humo de los cigarrillos, el jazz y la política, que en Cortázar fue una pasión tardía y suficientemente natural como para salvar a su obra de cualquier posible atisbo doctrinal o panfletario.
El paisaje de su literatura nos ha legado personajes que no logran desprenderse de sus enemigos interiores, fantasmas de sí mismos, llenos de traumas. Misteriosos tipos que descubrimos a través de un estilo construido a partir de la divagación, con cronopios, bestiarios y la fantasía que esconde la realidad vulgar. El libro se editó en Barcelona. Yo lo encontré en una librería de Buenos Aires, donde el pecado hubiera sido no sentarse, durante tres horas seguidas, como un dios menor, a leerlo en un sillón para después traerlo de vuelta a casa.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[15 septiembre 1995]
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