No existe ningún espectáculo más fascinante que contemplar a un cónclave de creyentes justificando, con bobería solemne y trompetería, los mandamientos de su religión, inventada por ellos y sostenida, frente al principio de realidad –esa gran molestia para cualquier iglesia–, contra el viento, las mareas insomnes, la igualdad (en derechos y deberes) y la propia democracia. En esto consistió justamente el número que nos dedicaron esta semana –desde aquí les damos las gracias– los juristas de Sumar, la nueva marca del comunismo zen, trufada de un tiempo a esta parte por el carlismo catalán y la reacción nacionalista. El ceremonial fue superior a cualquier ópera de culto. Es sabido que, cuando no se tienen argumentos sólidos, se inventan. Y, cuando se carece de razones, se camuflan las evidencias con el nominalismo posmoderno, que exige cambiar el nombre a las cosas a capricho. Los ilusionistas del circo, profesionales en la materia, dominan como nadie este arte del sortilegio que permite hacer aparecer un conejo de una chistera. Los catedráticos –“de reconocido prestigio” (en su cátedra unipersonal)– carecen por desgracia de su oficio, así que en este caso tuvieron que emplearse a fondo para manipular el espíritu de las leyes, torcer el derecho y hacer pasar por milagro (y solvencia) lo que es un puro escabeche. No puede ser.
Los Aguafuertes en Crónica Global.