Adjetivos destemplados, recelos, conspiraciones. ¿Quién tiene la culpa? La lista de la ministra. De rojo encarnado y abrupto pelo, Carmen Alborch, la encargada administrativa de la cosa cultural, elaboró en su momento una lista de escritores para pagarles el viaje a la Feria del Libro de París, un foro donde la literatura se hace copa a copa, canapé a canapé y con tópicos, bien sûr. Mayormente, un sitio donde la joven narrativa y poesía española estaba llamada a mezclarse con los gurús de los movimientos culturales, esos muchachos que viven de la ubre pública con una facilidad sólo comparable a su capacidad de adaptación cuando las trompetas del cambio político marcan un cambio de tercio. Todos a babor.
Alborch, mayúscula ella, feminista siempre, se permitió el lujo ministerial de hacer su propio canon literario, una lista para pasear a nuestros escritores selectos por las pasarelas de rigor, cual estrellas de cine. Es una singular forma de valorar la literatura, sin duda: en función de la arbitrariedad, no del talento. Probablemente la ministra pensaba tener la sabiduría suficiente para saber separar la ganga de la mena, al buen poeta del versificador vulgar, al escritor políticamente correcto y rentable del que no lo será nunca.
Su relación recoge muchos nombres: unos son amigos del régimen; otros no. En ese sentido se puede decir que no ha sido sectaria. Aunque el mayor defecto de la dichosa lista acaso no sea su sospechoso perfil ideológico –la literatura construye la ideología–, sino la propia selección en sí misma, avalada por sus directores generales (grandes críticos literarios) que, una vez desvelado el misterio de los nombres, se han apresurado a decir que sólo era una propuesta inicial, un borrador abierto a cambios y envidias. Es que lo acostumbra a decirse cuando se yerra. Es justo el caso, naturalmente.
A mí lo de hacer listas, que se ha convertido en tendencia, siempre me ha resultado inquietante, igual que la familia. Las listas son tan subjetivas como las antologías o ciertos programas de contenidos de las antiguas facultades de letras. Se preguntarán la causa. Implican un inevitable reduccionismo. Se trata, no obstante, de un mal extendido: lo sufre la prensa (lo que queda de ella), los restaurantes y los aviones, donde cada vez uno dispone de menos espacio libre. En un mundo donde se pregona la igualdad (retórica) no dejamos de poner barreras, redactar compendios, expurgar, preferentemente en favor de los amigos o los conocidos, marginando –una vez más– a quienes piensan que la literatura no es ni ha sido nunca un asunto protocolario, sino una religión íntima. El afán por constreñir el talento para que sea comprensible, manejable e identificable es un mal de nuestros tiempos. Igual que el abuso de los nombres.
¿Importan los escritores o importan sus libros? Nos saldría más barato que, en lugar de pagarles mesa, hotel y mantel a determinados popes literarios lleváramos a París sus libros. Pensan menos, no pasan gastos de protocolo y, si por casualidad encuentran comprador –Francia es un país culto– incluso permitirían recuperar parte de la inversión. No le veo más que ventajas.
Sentar a un escritor –de verdad– a hacer eso que llaman promoción, que son bolos en una discoteca literaria, es como poner a un divo de ópera a cantar en play-back. Queda bien si no subes el volumen. En cuando lo haces se te caen ciertos mitos. Es algo así como el síndrome del Ateneo, un mal sin cura que hace que importe más quién seas que lo que hayas escrito. La cultura oficial se mueve así de fiesta en fiesta, dejando una herencia vaporosa que no sirve para nada. Esta idea de la cultura como espectáculo muere en cada ceremonia, cuando se baja el telón. La verdadera literatura, lo sabemos, es otra cosa. Acaso un hombre, tendido sobre la tierra, bajo un árbol si es verano, leyendo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[3 marzo 1995]
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