No existen demasiadas imágenes de Mario Levrero (1940-2004). Las fotografías disponibles, en general, son de escasísima calidad, con una resolución menesterosa y una composición horrenda. Casi se diría que el hombre que aparece retratado en ellas –un escritor sin excesiva fortuna que, entre otros oficios pasajeros y alimenticios (librero, cómico, editor, guionista, editor, dibujante de cómics), se ganó la vida confeccionando crucigramas y pasatiempos en varias revistas de entretenimiento– despreciaba el instante decisivo con el que Cartier-Bresson identificaba la fotografía. Cosa paradójica, pues entre sus aficiones figuraba hacer retratos con su propia cámara. Da la impresión de que a Levrero lo que le interesaba era estar fuera del cuadro, no salir nunca de la penumbra, como si no le diera importancia a la posteridad o despreciase, signo indudable de inteligencia, cualquier clase de gesto o artificio social. Por supuesto, se trata de un espejismo. Levrero tenía un ego colosal, equivalente a una montaña.
Las Disidencias en Letra Global.