No existe la alta y la baja literatura. Existen los libros buenos, los correctos y los fallidos, de igual manera que hay premios que dan dinero –léase el Planeta y sus satélites menores: el Nadal y el Fernando Lara– y otros que, como el insigne Cervantes o el Princesa de Asturias de las Letras, otorgan a quienes los reciben, que no necesariamente coinciden con aquellos que los merecen e incluso con quienes los necesitan, respaldo institucional y, por tanto, un mensaje cargado de la semántica de lo oficial. Algunos mejoran el saldo bancario (después de que Hacienda se quede con la mitad del dinero); y el resto aspiran (en vano) a influir en la posteridad. Ninguno, en todo caso, administra en régimen de monopolio el sello fiel de la eternidad, que es algo que únicamente conceden, y nunca para siempre, los lectores. Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), que hoy recibió el galardón que lleva el título de la heredera de la Corona y en 2016 ya fue recompensado con el primer premio literario en español, el dedicado al autor del Quijote, tenía muchos lectores antes de dichos reconocimientos y, sin duda, los seguirá teniendo después.
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