Hay muertes florecientes. No es una exageración. Tampoco una metáfora. Es una evidencia: un deceso, en ocasiones, es como un ramo de flores; con su presencia provoca en los que se quedan que brote aquello que dormía en su interior, ese agujero negro que llamamos intimidad, el refugio de nuestras penas, construido con libros, sinfonías y las voces cercanas. La muerte, sobre todo cuando es rotunda, nos recuerda lo que escribió Benedetti: el sufrimiento es un ilustre apellido que usamos todos, un título de armas que comparte desde la nobleza más decadente a la masa más populista.
Hay muertes que son como revulsivos: tras la sangre enquistada provocan sensaciones dormidas. A veces, la experiencia trastoca para siempre la existencia: no volvemos a ser los mismos después de ver morir a quien hemos amado, especialmente cuando nos toca acudir a sus exequias. Nos convertimos también en difuntos. La muerte tiene la virtud –sin dejar de ser una desgracia– de limpiar la mente del entramado vulgar que gobierna nuestros días. La muerte, por decirlo de alguna manera, limpia el establo del alma, nos devuelve al esqueleto, preciso y exacto que nos sostiene, y confirma el terrible augurio: algún día nosotros también partiremos, condenados por el tiempo y el polvo. Nuestra función en la comedia de la vida se reduce a esto:suscitar en los demás el mismo desconcierto que sentimos ante la desaparición ajena.
La literatura, ya se sabe, está hecha por muertos. La escritura, de una forma u otra, es una evocación de lo fenecido, que habiendo sido se torna irreal cuando desaparece. De esta ausencia surge la mejor lírica. Y lírica memorialística es lo que ha escrito Francisco Umbral en Los cuadernos de Luis Vives, donde nos entrega la que quizás sea una de sus últimas prosas. El libro, como otros tantos de Umbral, tiene el defecto de las repeticiones biográficas, aunque es perdonable: no se le puede pedir a un escritor tan inmenso que mantenga el orden como si fuera una máquina. A la prosa de Umbral siempre la salva el estilo, que es el hombre. La viveza. La sinceridad.
Umbral vuelve aquí a hacer un ritornello de sus años de infancia y frío, cuando era un niño bastardo de una ciudad con un río, en el Norte. Nos habla de un mundo de guantes amarillos, de dandismo de provincias –el dandismo mayor de todos los que existen– y deslumbramiento poético. Cuando soñaba con ser como Cossío y practicar el articulismo ejemplar que ya no se hace; cuando Juan Ramón (Jiménez) y Guillén le enseñaban –en sus páginas– que existe una patria universal más allá de la terrestre. Aquel adolescente soñaba con escribir libros. Y algo más extraño aún: aspiraba a alcanzar el prestigio social que no obtuvo por su cuna –en España, entonces, el destino se escribía en las cunas y el pasado se había enterrado en las cunetas– dejando su nombre al frente de algunos títulos imaginarios. Valladolid de árboles tristes y deshojados. Umbral veía en misa a las clases pudientes, aquellas que sin ser nada se creían predestinadas para el dominio y la exclusión. “Yo, entonces, no era nadie”, escribe.
En realidad, no era cierto: Umbral, antes de ser Umbral, era un niño solitario que había perdido a su madre, a la que retrata como la Greta Garbo que ya habíamos entrevisto en algunas novelas y artículos. La dolencia de la pérdida, igual que muchos años después le ocurrió con el hijo muerto, despierta en él una fuerza lírica, una potencia dramática, que rara vez se ha visto en nuestras letras, generalmente secas, marcadas por la crueldad pero poco dadas a los retratos de la verdadera intimidad. Los cuadernos de Luis Vives, un objeto escolar, son el símbolo de la memoria trastocada por la pérdida de la mujer que explica el origen. Una mujer que amaba la música y que trabajó como secretaria para oscura la burocracia castellana. Una mujer que padeció, durante su existencia, una floreciente anemia. Umbral la inmortaliza a partir del relato subjetivo de su muerte, cuando se enfrenta al dilema esencial de la vida: casi nunca somos lo que quisimos ser, pero seguimos queriendo ser lo que somos. Hasta el último de nuestros días.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[31 enero 1997]
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